Le respondo que no sé a cuál se refiere porque resulta verdaderamente difícil ir siguiendo día a día las nefastas actuaciones del ministro de Hacienda de España. “¿No sabes las novedades de la lista de lo que llama morosos?”. Reconozco que no. “Esas listas son contrarias a la ley”, me dice mi amigo, “además de una canallada porque muchos están todavía en pleito con Hacienda y ya les dan como culpables”. “Lo sé”, asiento callándome lo que pienso de la manera en que Montoro y sus acólitos pisotean la ley de protección de datos sin que nadie mueva un dedo, “¿Cuál es la novedad?”. “Este año van a incluir a los ejecutivos de las empresas que no pagaron”. Me percato inmediatamente del disparate que,al parecer, va a perpetrar Montoro e intento hablar, pero mi amigo, crecientemente agitado, me lo impide. “Fíjate en mi caso. Rompiéndome los cuernos a trabajar durante años y años. Nos iba bien, esa es la verdad, pero los ayuntamientos dejaron de pagar y encima con el inicio de la crisis se acabaron los contratos. Casi de la noche a la mañana, la empresa quebró. Tuvimos que despedir a la gente, pagamos, por supuesto, las indemnizaciones por desempleo y las deudas. No nos quedó un céntimo después de décadas de mucho trabajar. Fue como si alguien le prende fuego a un montón de paja. Todo se desvaneció como si se tratara de humo. Entonces aparece la Agencia tributaria. Nos hace las cuentas del Gran capitán, pero, aunque hubiera tenido razón, como ya había quebrado la empresa no se pudo pagar. Pues bien, la pusieron en la lista y como hay mucho h.p. en los medios inmediatamente los que conocían que era nuestra empresa, comienzan a llamarnos evasores, defraudadores… ¡a nosotros que siempre pagamos!”. “Conozco la historia…”, le digo intentando infructuosamente tranquilizarlo. “En una capital de provincia”, continua mi amigo, “te miran como si fueras un criminal. Intentas ver cómo te recuperas, como alimentas a tu familia… es que te han arrojado de la vida pública en un tris…” Renuncio a decirle nada. Conozco el paño y sé que el suyo no es un caso excepcional. “Ahora”, continua mi amigo, “anuncian que van a sacar también nuestros nombres en esas listas”. “Es intolerable”, reconozco. “Dicen que así van a recaudar millones, pero ¿cómo si no queda un céntimo? ¿Pretenden que los que fuimos empleados paguemos la deuda de la empresa? ¿Qué culpa tenemos los directivos de que quebrara? ¡Fueron ellos los que dejaron de pagar y nos llevaron a la quiebra! ¡Son ellos los que han hundido este país y ahora no saben de dónde sacar el dinero!”. Me mantengo en silencio. No veo cómo llevarle la contraria. “Y” – prosigue – “puestos a poner nombres, ¿van a publicar los de la ministra cuya sociedad se hundió y está en la lista? ¿O los de los políticos que dirigían las cajas de ahorros que quebraron y que hemos pagado a escote entre todos?”. “Me temo que no”, le digo. “Tu me dirás qué hago. Cuando salga mi nombre en esa lista sin culpa de nada, ¿me voy de mi ciudad? ¿Me marcho al extranjero? ¿Me corto las venas? Créeme si te digo que he pensado hasta en suicidarme como en La muerte de un viajante para que mis niños puedan vivir tranquilos…”. Escucho un sollozo al otro lado del hilo. No me atrevo a decirle que también perseguirán a sus criaturas. Si se suicida, que lo haga en paz.