Niño normal en todos los sentidos, de manera casi repentina comenzó a beber. Bueno, lo de beber es un eufemismo. En poco tiempo, aquel hombre menudo, de pelo negro y sonrisa tímida presentaba cabello ralo, cara chupada, dientes salidos y rictus nervioso. Algún compañero se apresuró a decir que recordaba a Nosferatu. Para mi lo peor es que no hubiera podido asegurar si era él quien chupaba de la botella o era la botella la que lo chupaba a él. Casi de la noche a la mañana, descubrimos que Cristóbal era incapaz de administrarse, que gastaba en alcohol bastante más de lo que ingresaba y que no tenía la menor intención de cambiar aquel camino autodestructivo. Lo peor no era que estuviera aniquilando su vida sino que además arruinaba a ojos vista la de aquellos que dependían de él. En ese momento, los que lo conocíamos nos dividimos. Unos decidieron aceptar sus promesas de que no seguiría dilapidando el escaso caudal familiar en bebida y que incluso, poco a poco, abandonaría el vicio. Otros, por el contrario, adoptamos una posición más contundentes advirtiéndole que de poco valía suprimir el vermut del aperitivo si, en el curso del almuerzo, se echaba al coleto tres botellas de vino como tres soles. Sin quererlo, los que habíamos sido amigos de Cristóbal comenzamos a distanciarnos. Los que confiaban en que todo se remediaría al final y en que una copa rechazada acá o acullá era un avance espectacular en aquella embriaguez perpetua nos consideraban demasiado ásperos e intransigentes a los que pensábamos que con el gasto etílico continuo, con el endeudamiento descontrolado y con su actitud persistentemente sorda y soberbia el desenlace acabaría siendo el peor. Hubo meses en que llegué a pensar que amistades de décadas acabarían desplomándose simplemente por la manera tan diferente en que veíamos la evolución vital del pobre Cristóbal. El pasado fin de semana, la discusión concluyó. El sábado por la noche, reventó su hígado que hubiera servido para jugar al baloncesto. Lo enterramos el lunes.