En ocasiones, ese descontento se sale con la suya votando en contra del acuerdo de las FARC en Colombia, en contra de la permanencia en la UE en Gran Bretaña o en contra de Hillary Clinton y el establishment. En otras, sus resultados no tienen tanto éxito, como ha sucedido en España con Podemos o más recientemente en Francia con Marine Le Pen. Sin embargo, en todos y cada uno de los casos, la irritación de los ciudadanos es lo suficientemente grande como para que no pueda pasarse por alto. En las décadas previas, hemos tenido ocasión de comprobar cómo oleadas de amargura semejantes, con los matices que se desee, llevaron al poder a Hugo Chávez en Venezuela o a Evo Morales en Bolivia. Estas experiencias ahora más antiguas han demostrado de sobra su carácter liberticida y en algún caso como el de Venezuela sus consecuencias económicas verdaderamente sobrecogedoras. Con todo y a pesar de los acontecimientos innegablemente negativos, los partidarios de esas visiones políticas siguen contándose por millones. Llevo décadas estudiando con profunda inquietud estos fenómenos que no han ido disminuyendo con el paso del tiempo sino aumentando e incluso acercándose a la puerta de casa. Con toda la diferencia que pueda existir entre un indígena del altiplano, un francés de Marsella, un redneck de Georgia o el habitante de un ranchito caraqueño, en todos ellos he escuchado siempre lo mismo. En primer lugar, todos ellos sienten que los gobernantes no se ocupan de ellos. No se trata de que no cumplan con sus promesas electorales – eso también sucede – sino de que no les importan un rábano. Tal y como ellos ven la situación, el político en La Paz anterior a Evo Morales o el de Caracas previo a Chávez fueron gente que se caracterizó por no tener el menor interés por la gente común. Sí, se presentaban a elecciones y eran alabados o censurados por los medios de comunicación, pero pertenecían a castas que vivían en su torre de marfil y que poco o nada sabían de los de abajo. De la misma manera, millones habitantes de Gran Bretaña o Estados Unidos llevan demasiado tiempo sintiendo que Bruselas o Washington son el lugar de residencia de políticos y lobbies que nunca se han sentido preocupados lo más mínimo por los europeos o los norteamericanos. A decir verdad, todos ellos buscan sólo perpetuarse en situaciones privilegiadas. En segundo lugar, todas estas gentes, en un momento determinado, llegaron a la conclusión de que los otros – fueran quiénes fueran - sí que cuidarían de ellos. Los nuevos políticos sí que atenderían a los desempleados del Rusty Belt, a las poblaciones indias olvidadas desde la conquista española o a los que viven por debajo del umbral de la pobreza en Venezuela, Ecuador o el Deep South. Ser conscientes de esta realidad resulta indispensable y carece de sentido intentar ocultarla con referencias a las intervenciones extranjeras o a la falta de intervención de Estados Unidos. A decir verdad, mientras no se comprenda por qué determinados políticos llegaron al poder, difícilmente, serán desalojados del mismo por la sencilla razón de que, más allá de las palabras, la oposición no tiene nada que ofrecer. De manera semejante, mientras no se capten las raíces de esos episodios no dejarán de repetirse una y otra vez. La razón es muy sencilla: los ciudadanos quieren que alguien los cuide o, por lo menos, que no los desprecie con indiferencia.