Es así como yo recuerdo, por ejemplo, las noches de Reyes. Veo perfectamente aquella ocasión – tenía yo tres años – en que me trajeron una escopeta de aire comprimido que no conseguía yo abrir y cargar con destreza, pero que utilicé como arma contundente. Contemplo a mi padre colocando el agua para los camellos con un dominio de la situación que parecía que los había visitado en las cuadras reales. Recuerdo el primer año – apenas un lustro después – en que pasé toda la noche en vela porque sabía lo que me iba a tocar y las horas de espera se me hacían interminables. No olvidaré jamás cuando dejaron un volumen de Historiadores latinos – de Tito Livio a Tácito pasando por César – acompañado por dos tomos con la Ilíada y la Odisea. Los tres los conservo incluso en mi exilio y, en ocasiones, me basta con sacarlos de la estantería y acariciarlos para sentirme transportado a tiempos de ilusión y futuro. Sin duda, los niños de ahora se divierten mucho, pero dudo que lo hicieran tanto como yo navegando al lado de Odiseo, conquistando las Galias con las legiones de Julio César o viviendo casi en primera personas las aventuras de Pedro Simple en De grumete a almirante. Me consta que todo era muy limitado. Yo mismo sabía que no podía recibir más de tres regalos, pero si a ellos se sumaban algunos libros me sentía locamente dichoso. Es cierto que mamá también incluía como complementos jerseys o aquellas medias largas de dibujo escocés que a mi, personalmente, me horrorizaban, pero era lo de menos. Lo importante es que luego venían dos días de juegos a la carrera porque el día 8 comenzaban de nuevo las clases y todo se veía sustituido por la gramática, las matemáticas o la geografía. Si se comparan con los sofisticados juegos de ahora y con la abundancia que los rodea, aquellos reyes nuestros en vez de venir de Oriente resultaban tan modestos que, en realidad, se hubiera dicho que se trataba de empleados de banca, de trabajadores de una fábrica o de conserjes y sin embargo… y sin embargo, nada podría superarlos hoy en día. Ni siquiera la tecnología punta de Estados Unidos o de su rival China lograría insuflar ahora la inmensa alegría derivada de La isla del tesoro que me regaló el tío Pepe o del libro de Las maravillas del mundo en que pensó papá. Nada puede parecerse al aprendizaje de dominar los Juegos reunidos Geyper – ¡qué sonrisa y qué mofletes los del niño de la caja! – y a la excitación de seguir, por primera vez, a Marco Polo en sus viajes. Ahora ya sólo la memoria nos permite saborear algo de aquella alegría incomparable y, desgraciadamente, pasada.