Sin duda, algunos de los lectores conocerán aquel chiste que relata como un hombre es arrestado por la policía por asesinar a un vecino. Al ser interrogado por las razones de su crimen, el detenido responde: “Es que mi vecino era judío”. El policía, sorprendido, le dice: “¿Y usted cree que ése es un motivo para matarlo?”. “Es que”, aduce en su defensa el detenido, “los judíos asesinaron a Cristo”. “Ya”, dice el policía, “¡¡¡pero eso sucedió hace dos mil años!!!”. A lo que el arrestado repone: “Si, pero es que yo me he enterado esta mañana”. El chiste dejaba de manifiesto el absurdo del antisemitismo como una odiosa mezcla de ignorancia, fanatismo y ataque contra inocentes, pero lo he recordado mucho estos días al ver la reacción de los medios de comunicación y de las diversas poblaciones frente al desastre en que está concluyendo la invasión de Afganistán. De repente, todos parecen enterarse de que Afganistán existe y de que lo invadimos y - lo que es más doloroso - de que todo ha sido un desastre. Sin embargo, al igual que sucedía con el protagonista del chiste, la situación venía de lejos y era totalmente previsible que acabaría mal. A decir verdad, el autor de estas líneas ya le dedicó un editorial en la temporada pasada del programa La Voz anunciándolo.
La Historia de los errores occidentales en Afganistán viene de lejos aunque nadie ha querido aprender las lecciones. Por no irnos demasiado atrás en el tiempo, deberíamos recordar la guerra anglo-afgana de 1839. A esas alturas, el imperio británico estaba obsesionado con una expansión rusa de la que ahora sabemos que no existía el menor peligro. Es posible que en esa obsesión pesara el temor a una potencia militar rusa que había aniquilado a Napoleón en 1812 y que, con posterioridad, había conseguido que los cosacos abrevaran sus caballos en el río Sena, en París. Rusia no mostró ningún interés por extenderse en occidente ni tampoco por apoderarse de la India, pero el imperio británico creía en esta última posibilidad y para supuestamente neutralizarla decidió invadir Afganistán. Encontrar una excusa fue fácil. Cuando Dost Mohammed Khan se negó a expulsar de su corte a un enviado ruso - ¿por qué hubiera tenido que hacerlo? - el ejército de la Compañía británica de las Indias occidentales invadió Afganistán. Al principio, todo fue bien y en agosto de 1839, los británicos entraron en Kabul instalando en el trono a un monarca títere. No disfrutaron mucho del éxito. El 2 de noviembre de 1841, un hijo de Dost Muhammad, llamado Akbar Khan se sublevó contra los británicos y su rey marioneta. El ejército británico que ocupaba Kabul fue triturado y el resto de las fuerzas británicas, en el curso de la retirada, sufrieron unas pérdidas espectaculares en lo que fue uno de los peores desastres de tropas coloniales frente a una resistencia nativa. Dost Muhammad recuperó su trono y – como era de esperar – Rusia no atacó la India.
En 1878, los británicos volvieron a invadir Afganistán con la misma excusa: la supuesta – y falsa – amenaza de Rusia para la India. El episodio fue muy parecido. Los británicos obtuvieron una victoria militar inicial, pero en 1881, se vieron obligados a retirarse. De manera bien significativa, la retirada estuvo precedida por el anuncio de que las afganas castrarían a los prisioneros de guerra no-afganos y los ahogarían orinando sobre su boca hasta ahogarlos. Sin comentarios.
No fue mejor la tercera guerra en 1919. De nuevo, los británicos invadieron Afganistán y esta vez utilizaron la aviación para bombardear ciudades. El rey de Afganistán se preguntó – en público y con no poca ingenuidad – cómo era posible que los británicos hubieran condenado los bombardeos de Londres por los zepelines alemanes y ahora hicieran lo mismo sobre Kabul. La pregunta se respondía sola, pero, en cualquier caso, los británicos tuvieron que retirarse por tercera vez reconociendo a Afganistán una mayor autonomía de la que ya disfrutaba. Como ejemplo de obcecación y fracaso propios de una visión imperialista, las tres guerras anglo-afganas son dignas de estudio.
De hecho, la lección de Afganistán en parte fue entendida porque, en adelante, los británicos se guardaron de invadir la nación a pesar de que Rusia se vio sometida a una dictadura comunista y de que el imperio británico no se retiró de India hasta 1948.
La siguiente intervención occidental en Afganistán tendría lugar varias décadas después, sería semillero de enormes desastres para occidente y nacería no poco no de un frío análisis de los intereses nacionales de Estados Unidos sino de las agendas personales de los protagonistas. Como es sabido, en 1978, los integristas islámicos de Afganistán – los mismos que ahora han derrotado al ejército de Estados Unidos y a sus aliados – se alzaron contra el gobierno afgano. Hasta finales de 1979, las autoridades afganas intentaron sofocar la revuelta, pero resultó evidente que no lo podrían hacer por si mismas y solicitaron la ayuda de la Unión soviética. Se puede discutir si acudir en ayuda del gobierno de una nación en una guerra civil es o no una invasión – sin duda, así lo vieron los extremistas islámicos – pero así se presentó en occidente. En circunstancias de sensatez estratégica, Estados Unidos no debería haber entrado en el conflicto disfrutando del espectáculo del desgaste del ejército soviético. Sin embargo, la poderosa personalidad de Zbigniew Kazimierz Brzezinski impulsaría a Estados Unidos en otra dirección. Hijo de un diplomático polaco, Brzezinski estaba en Canadá cuando Hitler invadió Polonia en 1939 y, junto a su familia, se quedó en el continente americano. Defensor absoluto de la agenda globalista – ya en aquel entonces – Brzezinski contempló la guerra de Afganistán, según sus propias palabras, como la ocasión para que, por primera vez, en doscientos años, un polaco pateara a los rusos. Uno puede comprender que Brzezinski deseara patear a los rusos; uno puede comprender que pasara por alto cómo Polonia, históricamente, agredió primero a Rusia y en más ocasiones; uno puede comprender que no quisiera recordar cómo Polonia fue una nación excepcionalmente agresiva contra sus vecinos en el período entre guerras. Todo eso, a fin de cuentas, es humano, pero lo que le parece intolerable al autor de estas líneas es que un polaco aprovechara su posición de poder en Estados Unidos no para favorecer los intereses nacionales de Estados Unidos sino para intentar compensar sus frustraciones personales.
De manera bien reveladora, Brzezinski derivó su estrategia anti-soviética en la zona en un supuesto enunciado y ejecutado por los nazis y ya propuesto al OSS y la CIA décadas atrás: usar a los grupos musulmanes – que, a fin de cuentas, creían en Dios – contra la atea Unión soviética. Para un ignorante, el enunciado podía sonar bien, pero las consecuencias serían devastadoras. Con la ayuda de Pakistán, Estados Unidos se dedicó a reclutar combatientes islámicos – muyahidín – que entraban en Afganistán y combatían a los soviéticos. En un momento determinado, aquellos personajes llegaron hasta de Europa donde, por cierto, años después la NATO crearía una república islámica en Bosnia. Personalmente, estoy convencido de que los soviéticos hubieran sido derrotados de todas formas por los afganos sin necesidad de crear organizaciones islámicas que los combatieran, pero, de manera comprensible, Brzezinski se atribuyó la victoria en Afganistán e incluso, unos años después, tuvimos que presenciar el sórdido espectáculo de los integristas islámicos visitando la Casa Blanca donde el presidente Reagan los denominó “freedom fighters” e incluso los comparó con los Padres fundadores de Estados Unidos. Incluso aceptando que la política de intervención en Afganistán fuera acertada – y, personalmente, quien escribe esto piensa todo lo contrario – debe reconocerse que al presidente Reagan se le fue la mano en las alabanzas pronunciadas en honor de aquellos sujetos, los mismos que derrotarían al ejército de su país unos años después.
La Unión soviética se desplomó, los que poco o nada contribuyeron a ese resultado se lo atribuyeron como mérito propio y nadie sospechó que uno de los combatientes en Afganistán contra los soviéticos, llamado Osama bin Laden, nos podría dar el menor disgusto. Por el contrario, en un imprudente ejercicio de una conducta que los antiguos griegos denominaron “hybris”, en Estados Unidos, se forjó todo un plan de dominio mundial que, supuestamente, era realizable. Su nombre fue el Project for the New American Century o PNAC. Fundado como un think tank en 1997, el PNAC pretendía asegurar una absoluta hegemonía mundial de Estados Unidos sobre la base de intervenciones armadas en distintos puntos del globo. El texto fundacional del PNAC reconocía que la opinión pública americana no aceptaría semejante plan salvo que se produjera un “nuevo Pearl Harbor”, pero no parecía inquieto porque tal eventualidad no tuviera lugar. Al igual que había sucedido con Brzezinski, los redactores del PNAC tenían también una agenda personal geo-estratégica que no coincidía necesariamente con los intereses de Estados Unidos. Era el caso de Paul Wolfowitz o de Richard Perle, ambos judíos muy vinculados con lobbies sionistas y totalmente decididos a subordinar la política exterior de los Estados Unidos a lo que consideraban los intereses del estado de Israel. Como en el caso del polaco Brzezinski, sus intenciones podían ser comprensible, pero una cuestión diferente es que fueran, siquiera de lejos, lo mejor para los intereses de Estados Unidos. El PNAC se disolvió en 2006 cuando había quedado más que de manifiesto su fracaso y, al menos en parte, el daño inmenso que había causado a los Estados Unidos, pero antes sucedieron acontecimientos de no escasa relevancia como, por ejemplo, arrastrarían a esta nación a Afganistán.
Primero, tuvo lugar la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca con un equipo en el que se encontraba no poca gente vinculada directamente al PNAC. Luego vinieron los terribles atentados del 11-S que, sin duda, sacudieron a la opinión pública americana y que fueron relacionados con una de las personas a las que habíamos armado y ayudado a combatir en Afganistán: Osaba bin Laden. Finalmente, tuvo lugar la intervención en Afganistán que está acabando estos días de manera vergonzosa. Pero de eso hablaré en la próxima entrega.
CONTINUARÁ