Sábado, 27 de Abril de 2024

¿República o Imperio?

Lunes, 23 de Septiembre de 2013

Al pronunciar su discurso de despedida de la presidencia, George Washington insistió en que la joven nación no debería tener, bajo ningún concepto, ejércitos permanentes. Sabía de lo que hablaba.

​Como el resto de los Padres fundadores, el antiguo comandante en jefe de los rebeldes americanos estaba comprometido con la idea de construir una república democrática, entregada a pacíficas relaciones comerciales y que, como había subrayado Jefferson, rehuyera la alianza con otras naciones. La misma doctrina Monroe que afirmaría que “América era para los americanos” no constituía, inicialmente, nada más que la reafirmación de que las potencias europeas no eran bien vistas en el continente. Hasta bien avanzado el siglo XIX, Estados Unidos no sobrepasó su vocación republicana para entrar por el camino del imperio. Fue con ocasión de la guerra contra México de la que derivó apoderarse, entre otros territorios, de California, Nuevo México, Arizona y Nevada. Un joven congresista llamado Abraham Lincoln abominó de aquel conflicto y Thoreau prefirió ir a prisión a apoyarlo, pero la senda había quedado inaugurada. Durante casi medio siglo, la única expansión de Estados Unidos fue hacia el oeste, con la excepción de la compra de Alaska a Rusia, y a costa de los aborígenes. El nuevo salto se produjo con la guerra contra España en 1898. Para justificar la ocupación de Filipinas – mucho más interesante para el ahora imperio que la de Cuba – se recurrió a una operación de “bandera falsa”, es decir, se culpó a los filipinos de comenzar un conflicto iniciado por el padre del futuro general MacArthur. A pesar de todo, el norteamericano medio seguía siendo aislacionista como los Padres fundadores. Para entrar en la primera guerra mundial – y asegurar el cobro de los cuantiosos créditos otorgados a Gran Bretaña – hubo que realizar una gigantesca campaña de manipulación de la opinión pública basada en el hundimiento del Lusitania por un submarino alemán. Ciertamente, la nación entró en el conflicto y lo decidió a favor de los aliados, pero se apresuró a retirarse de unos escenarios que siguen pagando a día de hoy las consecuencias de los Puntos de Wilson. Para entrar en la Segunda guerra mundial, Roosevelt no escatimó esfuerzos. Otorgó a Polonia unas garantías de defensa en 1939 que sólo sirvieron para que la pequeña y agresiva nación se engallara con Hitler y acabara desmembrada. Luego violó la neutralidad proporcionando ayuda decisiva a Gran Bretaña, pero los submarinos del III Reich no cayeron en la trampa. Sólo cuando el Japón se enfrentó con el embargo del petróleo y acabó atacando la base de Pearl Harbor pudo Roosevelt lograr que la opinión publicara respaldara su entrada en la guerra. De ella salió Estados Unidos convertido en superpotencia y con compromisos imperiales, justo los que obligó a abandonar a Gran Bretaña y al resto de potencias europeas. A partir de entonces, la tensión entre el sueño original de la república y el posterior del imperio no ha dejado de crecer por más que Eisenhower dejara la Casa Blanca advirtiendo en contra del “complejo militar-industrial”. En términos generales, se ha decantado a favor de la conducta imperial si ésta concluía de manera breve y en contra si se prolongaba como en Vietnam o, más recientemente, de Afganistán e Irak. En ocasiones, como sucedió en la época de Reagan, la fortuna en forma de desertor del KGB – que no la realidad presidencial – favoreció la visión imperial. En otras, como durante los dos mandatos de George W. Bush ha quedado de manifiesto que el destino imperial – aunque ya no haya rivales – es imposible de mantener. Obama llegó al poder en unos momentos en que la cifra de déficit nacional se correspondía casi al dólar con el gasto combinado de Irak y Afganistán. Poco puede sorprender que ganara la reelección insistiendo en sustituir los bombardeos por la diplomacia o que Biden machacara a Ryan en un debate simplemente preguntándole si tenía intención de enviar tropas a Siria. Precisamente por eso, la posición de Obama en relación con Siria no ha sido mal vista por buena parte de la población de Estados Unidos. El coste económico y humano de una nueva guerra resulta imposible de asumir incluso para no pocos votantes republicanos y, precisamente por eso, muchos han contemplado la conducta presidencial no como una muestra de decadencia sino de sensatez. Para que todo cambie sería obligado un nuevo 11-S porque, a día de hoy, la mayoría de los americanos quiere una república donde vivir mejor y no un imperio.

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