Ryan hubiera podido tener un cargo de relevancia en el PP sin el menor problema. Lo cierto, sin embargo, es que Biden trituró a Ryan con la misma facilidad con que un campeón de los pesos pesados haría trizas a un niño de seis años. En algún momento, Ryan incluso se plegó físicamente como si acabara de recibir un directo en el hígado. Ryan nunca fue el mismo después de aquel combate. Quizá tampoco lo era antes. No pude reprimir alguna sonrisa mientras contemplaba en directo aquel episodio. Independientemente de lo que defendiera cada uno, Biden había demostrado una superioridad dialéctica colosal. Precisamente recordando aquel enfrentamiento, provoca verdadera grima contemplar a un Biden que da muestras inquietantes de senilidad si es que no de algo peor. Biden se pierde, deja las frases a la mitad, confunde a las personas – que ya es grave – y dispara datos no falsos sino totalmente disparatados. Para colmo, el partido demócrata está eludiendo un debate entre Biden y Trump por la sencilla razón de que podría tener fatales consecuencias para el antiguo vicepresidente. Una cosa es repetir unas frases aprendidas y repetidas – no es el primer candidato con facultades disminuidas que lo hace – y otra saltar al ring frente a un personaje como Trump que le ganó debate tras debate a alguien como Hillary Clinton, una política que recordaba a un más que preparado opositor a notarías. Como, por añadidura, Biden se niega a presentar las supuestas pruebas médicas de que su estado mental es sólido, la inquietud no deja de aumentar. No pocos comentaristas y veteranos del partido demócrata – gente que, en ocasiones, lleva más de medio siglo en la maquinaria de la formación política – se preguntan lo que tardaría Biden en ser destituido de su cargo y sustituido por Qué mala Harris. Desde luego, mala es la perspectiva de que un globalista peligrosamente escorado a la izquierda como Biden llegue a la Casa Blanca, pero que, una vez allí, sea destituido por Qué mala Harris es digno de la más terrorífica película de política-ficción.