Apenas unos años después, tras el desmadre del denominado Sexenio revolucionario concluido con la Primera república, la imagen de la nación andaba por los suelos. Lo he recordado con profundo dolor en las últimas semanas en relación con el golpe de estado de los nacionalistas catalanes. Es cierto que jamás me he encontrado en ningún lugar del globo a nadie que pensara que los catalanes eran los suizos o los judíos españoles. Semejante patochada petulante se la he oído a algún catalán, pero a nadie más. Sin embargo, sí es verdad que no era tan difícil dar con gente que pensaba que los catalanes se encontraban entre las gentes más serias de España. Esa percepción ha quedado reducida a añicos en los últimos tiempos. Por unas horas, mientras los nacionalistas recurrían a su victimismo y hablaban de la represión sufrida a manos de las fuerzas policiales el 1-O, no faltó quien señalara que encontrándose entre lo más formal de España a lo mejor no era tan raro que quisieran marcharse. Pero las mentiras duraron poco. De repente, en el extranjero se enteraron de que en Cataluña no se puede estudiar en español – una locura acogida con rostros estupefactos – que la región se lleva la parte del león del FLA o que disfruta de una autonomía que no se da en ninguna nación europea. Cuando a esto se sumaron las comparecencias tardías de Puigdemont, la huida de las empresas y la soledad internacional, la sensación que ocasionaron los nacionalistas catalanes se convirtió en penosa. Quizá todo comenzó cuando Charlie Hebdo les dedicó una portada en que los calificaba de más gilipollas – disculpen la grosería, pero es lo que afirmaba la publicación francesa – que los corsos. Lo que vino acto seguido se escapa de las calificaciones duras, pero educadas. Creo que en estas semanas no he escuchado menos de una cincuentena de calificativos injuriosos para referirse, sustancialmente, a lo que consideran estupidez genética de los nacionalistas catalanes. Y la situación no ha mejorado con la comparecencia belga de Puigdemont o los lloriqueos de Junqueras o incluso con Pilar Rahola, especialmente al publicarse que su tío Pere firmó un manifiesto en 1936 apoyando al ejército de Franco. Sic transit… Así pasa la gloria del mundo.