Dar semejante paso implicó no pocos cambios en la política exterior norteamericana. Significaba abandonar institucionalmente a uno de los más firmes aliados y combatientes contra el comunismo como era Chiang aunque se siguiera manteniendo con él una alianza armada. Implicaba también pasar por alto el enfrentamiento, cuerpo a cuerpo, que Estados Unidos había sostenido con la China roja en la guerra de Corea, un enfrentamiento, dicho sea de paso, que había tenido como consecuencia directa que, por primera vez en su Historia, Estados Unidos no se alzara con la victoria militar y tuviera que conformarse con una partida en tablas. Finalmente, equivalía a aceptar un cambio más que drástico en la política exterior a impulsos de un republicano Nixon que pensaba que del acercamiento a China nacerían beneficios especialmente económicos para los Estados Unidos. La capital de la China reconocida como tal por Estados Unidos ya no sería Taipéi sino Beijing y la antigua China incluso pasaría a ser denominada Taiwan. Aquella inmensa concesión a Mao que implicaba, entre otros logros, la entrada de China en el Consejo de seguridad de la ONU había sido precedida por un viaje de Henry Kissinger a Beijing, escondido en el curso de una visita a Pakistán, en julio de 1971. Aquel vuelo de Kissinger vendría seguido no sólo por la salida de la China de Chiang del Consejo de seguridad sino también por una visita de Nixon al señor de la plaza de Tiananmen. La Realpolitik – la política del realismo – se había impuesto a cualquier otra consideración empezando por las ideológicas y por los precedentes décadas. Me permito recordar todo este trascendental episodio porque el mes que viene, el presidente Obama va a visitar Cuba. Será el primer presidente de Estados Unidos que lo haga después de un puritano Calvin Coolidge que se negó a beber daiquiri por convicción religiosa. Su viaje – como el de Nixon a China – es un fruto directo de la reorientación de la política exterior. Aparte de incluir la restauración de plenas relaciones con Cuba en su legado y aparte de poder presumir de haber aceptado la mediación del papa Francisco, Obama es simplemente fiel a una visión que cuenta con precedentes en la Historia de Estados Unidos. Se trata de tender la mano al enemigo de décadas en la convicción de que no se le va a poder tumbar sobre la lona y de que más vale cultivar su amistad que perpetuar su enemistad. Como entonces, no serán pocos los que, con razón, derramen lágrimas de ira y pesar e incluso se sientan traicionados. Esas personas deben reconsiderar, primero, que no son los primeros; segundo, que sufren a causa de una reorientación de la política exterior y, tercero, que, a pesar de perder ciertos privilegios, no por ello se verán totalmente abandonados. El episodio de Taiwán simplemente se reedita, pero su capital no es ya Taipéi sino que se llama Miami.