Las palabras de Bonaparte apuntaban a un hecho muchas veces pasado por alto y de enorme relevancia y es que peor que la misma corrupción es la necedad con que, ocasionalmente, se gestiona. Creo sinceramente que ese es uno de los grandes problemas de nuestra política. Estoy convencido de que cuando se lee la actual constitución entre líneas se descubre que en ella quedan abiertas no pocas puertas para la corrupción. El peso desmedido otorgado a sindicatos y partidos, la consagración de situaciones privilegiadas de siglos, la más que limitada independencia del poder judicial, la casi inexistencia de la separación de poderes apuntan en esa dirección. Con todo, incluso sobre ese marco, la corrupción podía haber sido asimilable. Entiéndaseme bien. Abomino la corrupción y no creo que tenga ninguna legitimidad ni justificación, pero, al mismo tiempo, no puedo pasar por alto que cierto grado de corrupción puede ser metabolizado por una sociedad sana de la misma manera que nuestro organismo absorbe no pocas impurezas sin que seamos presa de la intoxicación. El gran drama es que ese ejercicio ilícito del poder se ha visto unido no pocas veces a una irresponsabilidad intolerable. Pase que algunos coloquen a alguien en la administración, pero los millares de asesores inútiles que pululan por España son inasumibles. Pase que se haga la vista gorda con el estado de salud de algún pensionista, pero el caso de los EREs es un verdadero asalto al presupuesto. Pase que ocasionalmente se incurra en un delito de financiación ilegal, pero que ese dinero vaya a pasar en sobres o cajas de puros a los capitostes del partido es demencial. Pase que se engorde el presupuesto de obras públicas para obtener alguna comisión aislada, pero el tres por ciento ha colocado a Cataluña a la cabeza de las regiones delictivas de Europa sin excluir Sicilia. En otras palabras, la gallina de los huevos de oro agoniza y hemos superado la deuda del cien por ciento del PIB, tenemos un déficit descontrolado y un esfuerzo fiscal superior al de toda la UE no sólo por la corrupción sino por idiotez y ésa, como supo ver Napoleón, tiene más que difícil arreglo.