Con esos mimbres, los pasos dados por el nuevo estado no tardaron en quedar de manifiesto. Se impuso el ucranianismo por decreto, se hizo imposible la vida de los rusos – la situación llegó hasta tal punto que Putin acabó ofreciéndoles recuperar la nacionalidad rusa si lo deseaban – y, sobre todo, se creó una clientela que apuntalara la nueva nación a la vez que se derrochaba mitología nacionalista y se prometía el más feliz de los mundos en el seno de la Unión Europea. Como todo sucedía al mismo tiempo que había levantar nuevas estructuras administrativas, el resultado fue el que cabía esperar. Un parte considerable de la población se sintió, con razón, oprimida; otra parte se sintió encantada de enriquecerse a la sombra del poder nacionalista y la nación se fue endeudando a una velocidad vertiginosa no sólo porque los estados modernos son caros sino porque las clientelas políticas, más tarde o más temprano, resultan imposibles de mantener y porque la corrupción siempre acompaña al nacionalismo de la misma manera que el hedor a los excrementos. Al cabo de unos años, Ucrania se había visto lanzada a una situación económica que hay que definir, como mínimo, de delicada. Por si los nacionalistas ucranianos no hubieran causado poco mal, la situación internacional tampoco ha ayudado. Si Rusia no puede ver con buenos ojos que Ucrania acabe convirtiéndose en una cabeza de puente para amenazar su seguridad, la Unión Europea ha demostrado ser menos estúpida de lo que pretendían los nacionalistas y para seguir dispensando ayuda económica ha exigido la adopción de unas medidas sensatas, pero que implicaban, en no escasa medida, desmantelar el sistema clientelar ucraniano. En otras palabras, o Ucrania se sometía a las exigencias de la UE e intentaba enmendarse y, a cambio, se distanciaba de una Rusia de la que dependen centenares de miles de empleos o Ucrania se olvidaba del imposible sueño y estrechaba sus relaciones con Rusia. El realismo, por un lado, y el deseo de mantener un sistema discutible emanado del nacionalismo ucraniano acabó impulsando al gobierno a distanciarse, con notable pragmatismo, de la UE y a intentar un acercamiento a Rusia. Pero una cosa es el camino más sensato y otra, muy diferente, los resultados que derivan de seguirlo, sobre todo, cuando hay gente decidida a jugar a aprendiz de brujo.