La Ucrania actual es hija directa de un mito nacionalista alentado desde el exterior. Los nacionalistas ucranianos afirman que nunca fueron parte de Rusia, que Rusia los oprimió llegando hasta el genocidio con Stalin y que los buenos ucranianos sólo pueden ser independentistas. La realidad histórica es que el primer estado ruso tuvo como capital a Kíev, la actual capital ucraniana; que los ucranianos siempre se sintieron rusos y basta citar a los cosacos, a Gógol o a Bulgákov para entenderlo; que el nacionalismo ucraniano fue creado por Alemania para debilitar al imperio ruso; que fue la URSS de Stalin la que causó el hambre en Ucrania, pero, sobre todo, en Rusia; que los nacionalistas ucranianos fueron aliados feroces de Hitler hasta el punto de que las SS consideraban que su antisemitismo era superior al propio y que Ucrania fue favorecida con concesiones territoriales cuando un ucraniano llamado Jrushov fue el señor del Kremlin. En otras palabras, Ucrania ha sido siempre rusa aunque, desde inicios del siglo XX, alguna potencia extranjera alentara su independentismo para así poder someter a Rusia. ¿Les suena familiar? Cuando la URSS se colapsó, Yeltsin permitió que se desgajaran de la federación rusa naciones invadidas cuya independencia estaba justificada - Estonia, Lituania y Letonia – y otras que siempre fueron rusas como Bielorrusia o Ucrania. No sólo eso. Para evitarse complicaciones, Yeltsin incluso toleró que se llevaran pedazos de tierra rusa como la península de Crimea que nunca fue ucraniana. Es comprensible que sólo deseara quitarse de encima problemas, pero el semillero de conflictos que esa actitud abandonista provocó fue inconmensurable.
Por si fuera poco, a la debilidad del Kremlim, se sumó el interés de un Occidente encantado de ver – igual que el káiser y luego Hitler - cómo desaparecía la protección territorial de Rusia. Para los partidarios de lo que entonces se denominó el Nuevo Orden Mundial - ¿qué se fizo de ellos? - una Rusia vulnerable era más que deseable. Por supuesto, los nacionalistas no podían creer en su dicha. Su antigua patria los dejaba hacer a su antojo y la primera potencia del globo les ponía alfombra roja. De la noche a la mañana, toda la herencia rusa fue arrojada a la hoguera y se construyó un pasado ucraniano más falso que un euro de madera, basado en un victimismo que decía, bastante falsamente, que la culpa de todo la tenía Rusia.
De esa suma de debilidad rusa, ambición occidental y falta de escrúpulos nacionalista surgió Ucrania, una nación nueva que nunca había existido. La nación real brillaba por su ausencia porque, con los matices y excepciones que se quiera, mientras que el oeste de Ucrania se identificaba con el nacionalismo, imponía el ucraniano como lengua oficial, se definía como católico e intentaba ahondar el abismo frente a Rusia incluso reivindicando a los ucranianos que habían combatido al lado del III Reich; el este se sentía ruso, hablaba ruso, pertenecía a la iglesia ortodoxa rusa, seguía odiando a los invasores nazis y no se fiaba un pelo de los nacionalistas que mentían la Historia para levantar su feudo. Así comenzó todo.