Se ha dicho ocasionalmente que hay dos maneras de hacer las cosas. Bien y mal. Puede pasar como resumen, pero sería injusto con este campus si me limitara a señalar que todo se hizo de la primera forma. Permítanme poner una comparación aunque me consta que es odiosa. Hay gente que piensa en celebrar un campus y su única meta está en embolsarse el mayor dinero posible. Al final, para alcanzar tan poco espiritual meta no tiene el menor escrúpulo en robar incluso la cantidad que había que abonar a aquel que impartió el campus. El robo – es sabido – permite quedarse con lo que es del prójimo. Si además de expoliar al que trabaja del fruto de su labor, la organización es pésima nos encontramos con un ejemplo de cómo hacer las cosas rematadamente mal aunque el beneficio económico resulte innegable. Chapuceros y ladrones sería la definición perfecta de los organizadores de un evento así. He tenido ocasión de conocer a gente semejante y espero no sólo no volver a cruzármela a lo largo de mi existencia sino también que cause el menor daño posible.
Lo que encontré en Lima fue exactamente lo contrario. Todo, absolutamente todo, se articuló para rendir un servicio al prójimo. La matrícula del campus fue muy modesta, pero además se concedieron becas para los que no podían costeársela. Por añadidura, todo estuvo magníficamente organizado, no menos bien de como lo haría una universidad. Por supuesto, la persona que impartió el campus recibió una cantidad más que razonable además de que se cubrieron sus gastos de viaje, manutención y alojamiento. Pero, por encima de todo, la gente – una gente tan extraordinaria como la del primer campus - como era de esperar, quedó encantada. ¿Cómo no estarlo si todo salió a la perfección?
¿Cuál es la diferencia fundamental entre ambos episodios? El material humano. El que se ocupó de la primera experiencia era un desecho moral; el de la segunda se caracterizó por el deseo de servir a los demás incluso aunque significara no sólo no ganar sino incluso perder dinero. Entre ambas conductas media - ¿lo puede dudar alguien? – un verdadero abismo ético, el mismo que hay entre el estafador que se queda con lo ajeno y el que da generosamente de lo que tiene porque desea ayudar al prójimo.
Antes de dar inicio al campus, fui invitado a dar un par de conferencias en una reunión de pastores celebrada el sábado. En ellas abordé el tema del legado de la Reforma del que se ocupa mi próximo libro que, Dios mediante, aparecerá en octubre.
El domingo, prediqué dos veces en la iglesia que pastorea, en Lima, Alicia Estremadoyro. Me consta que no son pocos los que rechazan el pastorado ejercido por una mujer. Yo puedo decir que el argumento práctico más sólido en favor de esa posición se encuentra para mi en el ministerio de Alicia. He recorrido cuatro continentes, pero nunca me he encontrado con una iglesia con más orden que la suya. No sólo eso. Todo en ella rezuma el espíritu del cristianismo del Nuevo Testamento. Esa iglesia limeña cuenta con ocho puntos de predicación del Evangelio en otros lugares, pero, por añadidura, dispone también de un instituto de enseñanza bíblica que tiene - ¿por qué será? – más estudiantes que, por ejemplo, el seminario católico de la diócesis de Madrid. No se queda ahí todo. En esa iglesia, lo mismo hay campañas para la gente que desee donar sangre para niños con leucemia que se dan cursos para ayudar a los estudiantes a acceder a la universidad o se asesora a homeschoolers. En cuanto a su gente… he tenido ocasión de hablar con no pocos de ellos en varios viajes. No muchas veces me he encontrado con personas que tuvieran una idea tan bíblica del ministerio cristiano, que supieran distinguir de forma tan nítida la enseñanza de Jesús de las falacias que muchos presentan como cristianismo y que presenten más deseos de seguir superándose espiritualmente día a día. Lejos de ser como aquellos que contemplan el ministerio como una profesión, una manera de medrar o una fuente de dinero, en sus corazones alienta un ansia de servir a los demás y no de servirse de ellos, una de las claves indispensables del cristianismo verdadero. Sobre esa base, no puede sorprender que todo marchara sobre ruedas.
El campus presentó, por añadidura, algunas características muy especiales aparte de las señaladas. De entrada, el taller de escritura lo impartí yo en esta ocasión. La experiencia resultó extraordinaria para mi porque esa circunstancia me permitió estar todavía más cerca de los asistentes. Enseñarles a escribir, pulir su estilo, comentar trucos de autor veterano… todo ello y mucho más no tuvo precio. La mayoría de ellos procedía de Perú, pero no faltaba gente de destinos tan alejados como la Amazonía o Colombia. Que se viniera desde otra nación o que se hubiera navegado más de veinte horas en barca – además de otros medios – para llegar al campus son conductas que no pueden ser agradecidas con palabras. Al final, como había sucedido en el primer campus, volvió a quedar de manifiesto que lo mejor son los asistentes. A ellos les estaré agradecido para siempre igual que tengo en mi corazón a todos los que vinieron al campus literario del año pasado.
Debo hablarles ya de lo que abordamos en esos días, pero, como primera entrega, baste ésta. Ya les contaré cómo contemplanos las distintas – e indispensables - miradas de Indias.
CONTINUARÁ