CÁNDIDO o la estafa de RETAR
CAPÍTULO I
Hay nombres que parece que imprimen carácter y el de nuestro héroe – aunque sólo me atrevo a calificarlo así en un sentido literario – da la sensación de ser uno de ellos. El por qué sus padres decidieron ponerle Cándido es un punto sobre el que no se ha llegado a conclusión convincente alguna. Algunos alegan que se debía a la blancura de su piel, pero ese extremo – indiscutible con el paso del tiempo – no resultó tan fácil de señalar cuando nació porque, según afirman algunos testigos cualificados, nació muerto y con la piel amoratada. Precisamente por ello hay quien indica que Cándido sería como una expresión a medias explicativas y a medias, premonitoria, en otras palabras, puesto que no aprovechó la oportunidad de no venir a este mundo y se había empeñado en quedarse en éste tendría que ser un cándido. Ciertamente, la explicación está bien traída, pero no parece que se trate más que de un ejercicio de imaginación especulativa. En otras palabras, si deseamos ser rigurosos, sólo podemos señalar que le dieron el nombre de Cándido y que, a decir verdad, no sabemos por qué ya que ni era el santo del día ni tenía familiar alguno con ese nombre.
Desde el principio de sus días, Cándido pareció ser presa de un empeño especial por afianzar la justicia de su nombre aunque no podemos entretenernos con otras narraciones ya que nos desviarían de nuestra meta fundamental: mostrar cómo Cándido lo fue más que nunca en sus tratos con una peculiar entidad que actuaba bajo las siglas de RETAR, es decir, Rehabilitación de Toxicómanos, Alcohólicos y Reincidentes. De alguna forma, podría decirse que ese episodio, con todas sus ramificaciones, arrojó luz, aunque fuera siniestra, sobre las posibles razones de que a Cándido se la jugaran desde sus compañeros de colegio a su administrador pasando por empleados, subordinados, amigos, novias, financieros y hombres de iglesia por sólo citar algunas categorías, a veces, separadas y, a veces, coincidentes, de seres humanos.
No ha quedado establecido más allá de una capacidad de afirmación razonable donde acontecieron los hechos que pusieron en relación a Cándido y a RETAR. Sin embargo, por una serie de factores fácilmente entrelazables todo parece indicar que el escenario de los acontecimientos estuvo formado por varios países de Centroamérica. Se preguntarán los lectores cómo hemos llegado a esa conclusión y, aunque sin ánimo de ser exhaustivos, estamos dispuestos a brindar algunas razones. Cándido, de entrada, se había educado y escribía en español. Semejante circunstancia obliga a descartar, por ejemplo, a España donde en buena parte de su territorio, y a pesar de diferentes sentencias de los más altos organismos judiciales, resulta absolutamente imposible recibir enseñanza en la lengua de Cervantes. Dirán algunos lectores que no puede ser verdad lo que afirmamos. Por supuesto que lo es. Baste hablar con esos estudiantes – también cándidos – que decidieron ir a España provistos de una beca Erasmus para aprender o mejorar su español y se encontraron con que la única enseñanza que recibían era en un dialecto del provenzal cuya gramática apareció ya en el siglo XX y además primando otro subdialecto que se hablaba en una ciudad costera. De estos jóvenes se afirma – pero no está claro que sea verdad – que juraban en las más diversas lenguas y que se acordaban de las madres - ¿qué culpa tendrían ellas? – de los que habían decidido impedir la educación en español en España. Pero no nos dejemos desviar de esta verdadera historia. Baste, más bien, esta circunstancia para excluir España del escenario en que se produjeron los tratos de Cándido con RETAR. Sí, concederán algunos de ustedes, efectivamente Cándido no pudo vivir en España, pero ¿por qué en Centroamérica? Modestamente, debemos decir que existen distintas razones para llegar a esa conclusión.
En primer lugar, las naciones de Centroamérica sufrieron distintas guerras civiles en los años ochenta y noventa del siglo XX. En otras palabras, la cercanía de esos conflictos que enfrentaron a hermanos con hermanos seguía arrojando su sombra cruenta sobre las vidas de los ciudadanos, algo imposible de suceder en una nación como España donde sólo un necio o un enfermo podría empeñarse en recordar un conflicto de cuyo comienzo ya han pasado ochenta años. Insistamos en ello, esa realidad imposible en la vieja piel de toro, resulta no vamos a decir que obligada, pero sí comprensible en naciones como Guatemala, Nicaragua o El Salvador a los que suele acusarse injusta y pertinazmente de ser repúblicas bananeras. Ese escenario permitiría entender, por añadidura, algunas circunstancias previas a la relación entre Cándido y RETAR.
Cándido había encauzado su vida profesional por el terreno de la Historia y de los medios de comunicación algunos años antes. Es verdad que había cursado estudios de Derecho y que incluso ejerció la abogacía durante una década, pero, más allá de la formación jurídica, poco le aportaba el foro. En un momento determinado, tras años dedicados a la defensa de los Derechos Humanos, dio el salto a la Historia. Hay datos que indican que, inicialmente, Cándido se ocupó de culturas antiguas, aquellas que, con mayor o menor éxito, habían precedido al imperio de los españoles. Sin embargo, tras algunos años de aportes no pocas veces notables, se detuvo en la Historia contemporánea y, en especial, en lo relativo a la de los movimientos totalitarios. Aunque estudió con enorme rigor las manifestaciones siniestras de las denominadas derechas en su Historia patria, no tardó en analizar también las vinculadas con las izquierdas. Cándido sustentaba la peregrina creencia de que las naciones tienen algo parecido a un alma que va más allá de la suma de sus habitantes. Ese alma se formaba con el paso de los siglos y, de manera nada fácil de explicar, provocaba el avance o el estancamiento de los pueblos. Estaba convencido de que, en el caso de su país de origen, la combinación de la Inquisición, del dogmatismo católico, del nacionalismo acrítico, de las oligarquías regionales y de unas izquierdas sectarias y ramplonas habían provocado, vez tras vez, una repetición aciaga de calamidades. Sin embargo, no era pesimista. Creía Cándido, de hecho, que si se conocía el pasado y se analizaba con rigor, de semejante acción podían extraerse conclusiones que permitieran conservar lo bueno y corregir también todo lo que de malo hubiera existido. Por un tiempo…
Por un tiempo, pareció que la labor de Cándido no sólo avanzaría sino que incluso le depararía buena fortuna. Publicó algunos libros sobre la despiadada represión que habían llevado a cabo las izquierdas en su país. Incluso se permitió trazar un retrato histórico de la masonería ciertamente exacto aunque no amable para con las logias. Hasta perfiló un cuadro meticuloso de la pésima influencia psicológica que la iglesia que trajeron los Conquistadores había tenido en su nación durante medio milenio. Ya en el colmo de la imprudencia y de la candidez, hasta se le ocurrió señalar que la nación jamás saldría adelante si se permitía que ciertas oligarquías locales continuaran marcando la política que era de todos. A esas alturas, los libros de Cándido no sólo se vendían tan bien como para originar verdaderos océanos de envidia sino que además dirigía un programa de radio que provocaba a raudales adhesiones y cóleras. Y entonces todo, como si fuera una avalancha, se desencadenó sobre la cabeza de Cándido un encadenamiento de desdichas.
Primero, fueron las casas editoriales. Habían ganado cantidades enormes con él – en algún momento, Cándido fue el escritor más vendido en su nación y llegó a tener hasta tres libros simultáneamente en los tres primeros lugares de la lista de más vendidos – pero decidieron no publicar una línea más. Las razones eran diversas y algunas fuentes apuntan a las oligarquías regionales que lo odiaban mientras que otros se refieren a las izquierdas que no podían perdonarle por desenmascarar sus mitos; a los masones nada contentos porque se supiera como habían influido, en absoluto para bien, en la Historia patria; a la iglesia católica que aullaba viendo cómo le negaban un papel únicamente positivo en el relato del devenir nacional e incluso a gente más cercana - ideológicamente hablando - de Cándido que no podía soportar que aquel sujeto sin carnet de partido pudiera ser más escuchado que ellos en sectores sociales que consideraban propios. Fuera como fuese, en poco tiempo, le informaron, le dejaron caer o le musitaron que no recibiría un premio literario más ni publicaría nuevos libros.
Ya era bastante grave que hubieran decidido privarle de las dos terceras partes de su presupuesto. Bastante grave, pero no lo consideraron suficiente. Un día, los inspectores de tributos lo citaron con la única finalidad, apenas oculta, de arruinarlo. No, no se trataba de revisar sus declaraciones. Sabían que había pagado hasta el último céntimo y que incluso no se había aprovechado de ciertos beneficios fiscales. Pero la idea era no sólo evitar que trabajara sino además arruinarlo e incluso cargarlo de deudas con el estado. ¿Podía esperarse otra cosa alguien que había documentado el verdadero carácter de los iconos de la izquierda? ¿Podía esperarse otra cosa alguien que había desmontado un mito tras otro de los supuestamente progresistas? ¿Podía esperarse otra cosa alguien que lo mismo había descubierto secretos de la iglesia oficial que de las logias? A lo mejor sí, pero, años después, aquellos inspectores no tuvieron otro remedio que investigar las cuentas de una de las hijas del jefe del estado. Eran turbias como la conciencia de un pedófilo, pero los inspectores le aceptaron incluso facturas falsas como si fueran verdaderas y hasta buscaron por internet un billete de lotería que le permitiera alegar unos gastos que la salvaran de ser acusada de blanquear el dinero. Es lo que sucede en las repúblicas bananeras, se utiliza a la misma gente para intentar hundir la vida de un disidente que para salvar a la familia del jefe del estado.
Durante ese tiempo, Cándido fue soportando todo con paciencia pensando que mientras tuviera un micrófono por las noches continuaría batallando. Pero fue precisamente en una de esas noches cuando se percató de que ni siquiera le iba a quedar esa posibilidad. Es verdad que llevaba meses sospechando de la contabilidad de aquella radio, pero, como un fogonazo de luz, aquella noche, en medio de un programa, se encendió su teléfono celular mostrándole que había recibido un mensaje. Fue poca la luminosidad – debemos insistir en ello – pero el raudal de iluminación casi lo dejó ciego. Se trataba de un mensaje del nuevo presidente de la radio – al anterior, años después el fiscal le pediría cuatro años de prisión por valerse de ciertas tarjetas de crédito como no debía - ordenándole matar – sí, literalmente, matar – a una persona que hablaba en esos momentos en su programa. Cándido no hizo ni caso porque el asesinable sólo se limitaba a apuntar cómo una de las oligarquías locales, la más poderosa, saqueaba el país. En unos segundos, llegó un nuevo mensaje anunciado, de nuevo, por una lucecita diminuta. El presidente de la casa insistía en que perpetrara el homicidio alegando que estaba negociando publicidad con la citada oligarquía. Esa noche, como si hubiera experimentado una epifanía, Cándido supo que sus días en aquella radio estaban contados.
A Cándido le dio mucho pesar el abandonar aquella radio – el presidente no atendió a ninguna razón – y todavía más abandonar un país que era ya muy inseguro. Sin embargo, no sabría hasta meses después que aquella desgracia le había salvado la vida. Un grupo, todavía desconocido en su nación, pero que recibía ya abundantes cantidades de regímenes como los de la Venezuela chavista o el Irán de los ayatollahs, había decidido matarlo arrojando una bomba en su casa. La labor de localización la había llevado a cabo un grupo terrorista que había ensangrentado la vida nacional durante décadas, pero que ahora se dedicaba, entre otros cometidos, a realizar trabajos por cuenta de terceros. Los recién llegados – todavía sin nombre, pero ya con dinero de potencias extranjeras en los bolsillos de sus dirigentes personales – habían llegado a la disparatada conclusión de que el asesinato de Cándido tendría magníficos efectos para el avance de la revolución. Creían que aquel crimen levantaría los suficientes gritos de una parte de la sociedad como para justificar la toma de las calles, paso previo a asaltar los cielos. No pasaba de ser un delirio propio de mentes enfermas, pero la bomba, de no haberse marchado Cándido, habría resultado igual de letal.
Suplicamos la paciencia de los amables lectores que quizá piensen que nos desviamos mucho del relato relacionado con Cándido y con RETAR. A decir verdad, estimamos que sin estos antecedentes, expuestos, eso sí, de manera sucinta, apenas se puede entender nada de la historia que pretendemos relatar.
Abandonar la tierra en que se ha nacido nunca es fácil ni grato. Es verdad que muchos mejoran de suerte, pero dejar atrás lo que se ama ya sean aromas, sabores, paisajes, raíces y querencias implica una extirpación nada grata y, por regla general, siempre dolorosa. Cándido gustaba y mucho del país que lo acogió, pero se acordaba a cada instante de su nación de origen. En un intento inconsciente por seguir unido a ella, Cándido releyó casi toda la literatura de su país natal en el curso de los primeros meses de exilio. También escribió un par de libros. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? Es verdad que lo recibieron con respeto, con admiración, con cariño incluso, pero no fue menos verdad que nadie le dio un trabajo. En otras palabras, Cándido intentaba con no poco esfuerzo comer cada día mientras, poco a poco, informado del atentado del que se había escapado fue cayendo en la consciencia de que lo más seguro es que nunca pudiera regresar a su país. Entonces, ay, entonces fue cuando apareció RETAR. Para los que creen en la casualidad, aquel encuentro resultó bien llamativo. Para los que ven la mano de la Providencia o del Destino – era el caso de nuestro pobre Cándido – no fue casual.
Cándido había sido invitado a dar unas conferencias en una población cercana a la frontera y acudió a pesar de que temía que la nostalgia le rasparía el corazón como si llevara guantes con púas de acero. No se equivocó. La crisis económica que golpeaba despiadadamente a su nación también lo hacía con aquella localidad y durante un par de días tuvo la sensación, espantosa ciertamente, de que una masa de concreto gris le caía sobre el corazón causándole una sensación, casi física, de ahogo. Abrumado por el pesar, se dirigió una tarde hacia la estación de autobús con la intención de regresar a la que ahora era su morada habitual. Se había dejado caer en un banco cuando percibió a unos metros a una persona que lo miraba con ademán sonriente.
Se trataba de un hombre de estatura media, con pelo gris, gafas que apenas ocultaban unos ojos chispeantes y una barba sucia en la que sobresalían unos labios carnosos. De no haberlo conocido, hubiera pensado que se trataba de uno de tantos borrachos animados por la ingesta imprudente de alcohol. Pero se daba la circunstancia de que Cándido sí que lo conocía y rechazó de plano tal eventualidad. El personaje en cuestión no era otro que Miguel Díaz, el fundador y presidente de RETAR.
A Cándido, Miguel Díaz siempre le había parecido histriónico, atrabiliario y un tanto enloquecido, quizá por su mirada, quizá por su aspecto generalmente desaliñado, cuando no sucio. Había escuchado algunas cosas sobre él – nunca buenas – pero no le había prestado la menor atención porque creía en que nadie es culpable a menos que se demuestre lo contrario y porque pensaba que algo bueno debería tener quien se dedicaba a rehabilitar toxicómanos. Se limitó a inclinar la cabeza en señal de saludo e intentó continuar la lectura del libro con el que entretenía la espera del autobús. Ahí podía haber quedado todo, pero Miguel se había levantado ya de su asiento y se había situado a su lado con aquella sonrisa inquietante de achispado con ganas de conversación. Cándido miró de reojo el reloj y se dijo que no tendría que esperar mucho para librarse de aquella cercanía inesperada. Se equivocó. Totalmente.
Tiempo después Cándido se diría que había sido como un conejito al que se acerca una serpiente cuyo único deseo, ansioso como la pulsión del instinto más animal, es engullir al tierno y despistado animalito. Tiempo después, insistamos en ello, porque en aquellos momentos no se enteró de nada. Díaz le preguntó con gesto untuoso qué era de él, por qué había dejado la radio y qué hacía en una nación que no era la suya. Cándido no tenía la menor intención de dar explicaciones a aquel sujeto con toda la apariencia de surgir de lo más hondo de una taberna, pero dio lo mismo. Miguel Díaz hizo girar sus ojos, sus manos y sus labios señalándole que tenía una cadena de radio que se escuchaba en varios países y que estaría encantado de darle espacio para que realizara un programa diario. Cándido no se pudo ver, claro está, pero su rostro se tiñó de perplejidad al escuchar la propuesta. No sólo eso. Antes de que pudiera darse cuenta, Díaz le estaba explicando que RETAR no pondría un céntimo para tener un programa que, en cualquier radio, costaría centenares de miles de dólares al año, pero que, sin embargo, estaba dispuesto a compartir los ingresos de publicidad. Incluso además de las ondas, podía poner a los técnicos.
En aquellos momentos, Cándido tendría que haberse percatado de que el presidente de RETAR había extendido una tela de araña a su alrededor y que se lo tragaría sin pensarlo dos veces. Ahí es nada. Un programa dirigido por un comunicador más que conocido y con colaboradores extraordinarios no le costaría un solo céntimo porque lo pagaría Cándido. Por añadidura, promocionaría una cadena de radio que no escuchaba nadie e incluso conseguiría una publicidad imposible de obtener. Era todo tan claro como que nunca sabrás dónde está la bolita en el juego de los triles porque no hay bolita sino la intención de estafarte y, si posible fuera, de quitarle en un descuido la cartera. Sin embargo, en ningún momento, Cándido pensó en que estaba dando todo a cambio de nada. Todo lo contrario. Cuando subió al autobús, sentía una especie de calorcillo en el pecho al pensar que, en breve, podría volver a dirigirse a sus compatriotas.
La impresión que Radio Solitaria – que es como se llamaba el conjunto de emisoras, casi todas ilegales, de RETAR - causó a Cándido fue verdaderamente desoladora. Los conceptos más primarios relacionados con la profesionalidad estaban totalmente ausentes. No se trataba – aunque también – de que en aquella entidad nadie sabía lo que había que hacer y, mucho menos, cómo hacerlo. Además existía una desgana evidente, un deseo continuo de escurrir el bulto, una persistencia en hacer lo menos posible cuyas causas Cándido no acertaba a comprender, pero que, a decir verdad, tenían una sola razón, entonces ignota para él: los trabajadores de RETAR eran mano de obra esclava que ni recibía un salario ni seguros sociales por lo que, como todos los esclavos que en el mundo han sido, intentaban eludir la tarea. El primer día de emisión – de manera sorprendente para Cándido – el programa estuvo a punto de no poder radiarse por la sencilla razón de que los supuestos técnicos aportados por RETAR sabían tanto de su trabajo como Cándido de pesca submarina y porque el responsable – es un decir – era Daniel Díaz, el hijo de Miguel, al que luego nos referiremos con algo más de amplitud.
A pesar de todo, el programa de Cándido en Radio Solitaria fue bien. Seamos sinceros: era lo único de aquella radio con más postes piratas que la flota de Henry Morgan que escuchaba la gente. No sólo eso. A cada nueva emisión, el número de oyentes aumentaba y los magros ahorros de Cándido disminuían. Porque es cierto que Radio Solitaria contaba de manera gratuita con un programa de primera fila, pero quien lo costeaba hasta el último céntimo era Cándido. Durante dos meses, Cándido pagó puntualmente a sus colaboradores sin formular una sola pregunta a RETAR, pero, al final – necesidad obliga - acabó haciéndolo. Escribió un email a Miguel Díaz recordándole su compromiso de encontrar una publicidad que se repartirían. Díaz le respondió haciendo referencia al Altísimo, a la oración y a la publicidad que acabaría encontrándose. Naturalmente, no le dijo – y Cándido nunca lo hubiera sospechado – que publicidad había y en abundancia, sólo que RETAR la colocaba justo antes y justo después del programa. De esa manera la cobraba y, a la vez, se ahorraba entregar un solo céntimo al que realizaba el programa. Por si no se ha entendido bien: Radio Solitaria utilizaba la reputación profesional de Cándido para lograr publicidad, pero luego la ubicaba fuera de su programa, aunque la cercanía más estrecha, para evitar entregarle un solo peso. Si a esto hay que denominarlo robo, estafa, fraude o apropiación indebida es algo que, seguramente, ni siquiera lo sabría aclarar Miguel Díaz o su hijo Daniel.
Cándido ni podía sospechar en lo que sucedía porque, a decir verdad, lo único que le importaba era realizar cada día un programa mejor y, conseguida esa meta, ni se percataba de hasta qué punto otros – bueno, otros… Miguel Díaz y sus secuaces – aprovechaban para lucrarse a su costa.
A mitad de temporada, Cándido – que, literalmente, se quitaba el pan de la boca para pagar a los colaboradores de un programa que proporcionaba jugosa publicidad pagada a RETAR – volvió a enviar un mensaje a Miguel Díaz y entonces, como deus ex machina, el presidente de RETAR apareció por su domicilio.
Aquella epifanía de Díaz fue de tales características que, durante un tiempo, Cándido pestañeó preguntándose si había sido verdad o se había tratado de un sueño. Miguel no apareció solo sino flanqueado por otras tres personas más, a saber, su esposa, su cuñado y la mujer de éste. De los cuatro, habló sólo Miguel. De nuevo, Cándido no pudo dejar de tener la sensación – que rechazó con cierto sentimiento de culpa – de que Díaz estaba profundamente embriagado. Movía los brazos con gestos pesados, hacía aspavientos, se lanzaba hacia adelante quedándose a un pelo de estampanarse contra el suelo, contaba sus mil y un éxitos… Intentado controlar su azoramiento, Cándido observó que la mujer de Díaz estaba callada como una muerta. Incluso en algún momento, apenas pudo reprimir un escalofrío porque de tal inmóvil que estaba daba la impresión de haberse quedado muerta. Muerta y con los ojos abiertos. En cuanto a los otros dos, la mujer también parecía haber abandonado este mundo – Dios santo, ¿lo habría hecho? – y el cuñado se mordía los labios con una expresión de ira mal reprimida en los ojos que Cándido no acertó a interpretar. Exégetas posteriores han apuntado a que quizá fuera simplemente que Miguel Díaz les había robado las almas de la misma manera que a Cándido le robaba los ingresos por publicidad, pero, fuera como fuese, Cándido de eso no sabía aún nada y no acertó a dar con la clave. Sólo, al final del monólogo de Díaz que lo mismo hablaba de Perú que de los illuminati, pero siempre refiriéndose a los logros de RETAR, Cándido señaló que una persona de enorme relevancia, conocido internacionalmente, leído por millones de lectores, estaba dispuesto a realizar una sección semanal en su programa por la amistad que los unía. Naturalmente, había que pagarlo aunque fuera de manera simbólica, pero él… ya no podía más.
Miguel Díaz lanzó una risotada sucia y le espetó que lo que tenía que hacer aquella figura de importancia mundial era integrarse en RETAR para vivir en comunidad. Hasta para Cándido aquella pretensión sonó disparatada y dijo, con mucha educación, eso sí, que no lo veía posible. Apenas había acabado de pronunciar esa palabra, cuando Díaz se puso de pie y, como movidos por un resorte, lo hicieron su esposa (que recordaba a una mortecina mujer maltratada), su todavía airado cuñado y su cónyuge. Mientras se dirigían a la puerta, Cándido apenas tuvo tiempo de intentar recordar a Miguel que si no había publicidad no podría seguir costeando el programa una temporada más. Díaz se paró, frunció los ojos brillantes y un poco ahuevados y comenzó a hablarle de sponsors. Le contó que había gente que entregaba cantidades concretas a RETAR para proyectos específicos. Luego le aseguró de forma resuelta que le buscaría un sponsor para el programa. En toda su vida, Miguel Díaz, ni por equivocación ni por recomendación de facultativo competente, había recogido jamás un solo peso para alguien que no fuera él, pero Cándido lo ignoraba y, precisamente por ello, no podemos ser muy extremos en nuestros juicios hacia él porque se dejara engañar una vez más.
Ni que decir tiene que siguieron pasando los meses y mientras la audiencia aumentaba y Cándido seguía pagando – con un esfuerzo creciente, reconozcámoslo – a los colaboradores del programa, RETAR disfrutaba de su Radio Solitaria – ahora no tanto – y de los ingresos de una publicidad que no dejaba de aumentar. Hay fuentes dignas de crédito que señalan que, en algún momento, cierta persona en la junta directiva de RETAR señaló que algo de dinero, aunque fuera simbólico, de la publicidad se le podía entregar a Cándido. Díaz rechazó la posibilidad alegando un principio que se resumía en la breve, pero contundente fórmula de “dólar que entra, dólar que no sale”. Nadie dijo nada porque sabían – a diferencia, una vez más, de Cándido – que ese lema era sagrado en RETAR. Todos recordaban, por ejemplo, cómo unos años atrás, Díaz había ofrecido a un periodista profesional un diez por ciento de comisión de los fondos que lograra reunir para RETAR. Cuando ya fuera el periodista de la sala, alguien señaló que si aquel hombre lograba reunir un millón de dólares en donaciones habría que darle cien mil, Miguel Díaz había sentenciado: “Si reúne ese dinero, bajo ningún concepto se le va a dar esa cantidad”. En otras palabras, se podía mentir a cualquiera para conseguir dinero, pero sólo mentir. Jamás pagar.
El cómo Cándido soportó aquella cadena de mentiras y aquella sucesión ininterrumpida de gastos sólo sufragados por él es algo que, a decir verdad, sólo puede explicarse porque su nombre era más que un nombre y alcanzaba la categoría de definición. Porque, a decir verdad, sólo por profesionalidad, por pundonor, por amor propio, no debía haber consentido lo que sucedía a diario. Los técnicos no lo eran, los medios eran africanos, la publicidad y los sponsors brillaban por su ausencia - sólo para él, claro está - incluso hasta le privaron del sudirector justo al terminar el programa de un viernes y teniendo que reanudar la emisión en lunes. Por si todo esto les pareciera poco además estaba Daniel Díaz, el hijo de Miguel, del que ya habíamos prometido decir algo. Cándido, incluso a pesar de su candidez, no tardó en percatarse de que Daniel era un absoluto inútil. Que ocupaba el puesto de director de Radio Solitaria gracias a que era hijo de Miguel Díaz no permitía la menor discusión. No le parecía mala persona a Cándido – quizá un tanto empalagoso por el tono de voz que empleaba - pero semejante circunstancia no servía para ocultarle que Miguel era un innegable borderline. Incapaz de solucionar el menor problema, sin embargo, Daniel Díaz exhibía cada dos por tres una risa tontilona cuando, no por él ciertamente, todo se acababa arreglando. En fin, se decía Cándido, todo fuera por arrojar algo de luz en medio de las tinieblas y por la nación amada de la que se había visto desarraigado.
Pero el amor a la patria no pagaba facturas – en realidad, parecía más bien que las generaba a una velocidad punto menos que vertiginosa – y cuando faltaban dos meses para concluir aquella primera temporada que todo parecía indicar que sería la última, el subdirector del programa le comunicó a Cándido lo que sonó como música celestial para sus oídos: se les había ocurrido un medio para reunir los fondos que le permitirían no resarcirse de las pérdidas que llevaba a cuestas, pero sí pagar otra temporada. Por supuesto, RETAR no iba a poner un céntimo en esa temporada futura, pero sí pondría los medios a su alcance para que, mediante lo que había pensado, Cándido dejara de gastar más dinero. La ilusión, la alegría, la esperanza incluso el sentimiento de cercanía con su patria parecieron experimentar un aliento nuevo en el corazón de Cándido. Aquel trabajo, a fin de cuentas, no iba a ser flor de un día. Porque él no pedía un peso para él y, a decir verdad, además de no cobrar, pagaba de su bolsillo a los colaboradores, pero ahora parecía que esa situación imposible de prolongarse llegaba a su fin. Le parecía porque no era consciente todavía de que RETAR era, fundamentalmente, una máquina de estafar.
CONTINUARÁ