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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

Cándido o la estafa de RETAR (Capítulo II)

Lunes, 25 de Enero de 2016

Concluimos el primer capítulo de esta verdadera historia señalando cómo, tras muchos meses de gastar dinero nuestro amigo Cándido y de que RETAR se aprovechara de su talento y laboriosidad sin soltar un solo céntimo, pero embolsándose todo lo que circulaba en su cercanía, le hizo saber que contaba con una manera de compensar las elevadas pérdidas que sufría e incluso de financiar la siguiente temporada.

Naturalmente, las preguntas que se agolpan en la mente de cualquier persona con sentido común y que se imponen antes de continuar nuestro relato verídico son las que ya debe hacerse el avezado lector: ¿cómo lo engañaron durante tanto tiempo? ¿no se percataba de que lo estaban estafando? ¿por qué no dio un puñetazo sobre la mesa y los mandó a engañar a su marginada madre? Porque los indicios – entre nosotros – no eran escasos. A fin de cuentas, si bien se mira, nuestro Cándido no dejaba de sufrir pérdidas cuantiosas cada primera semana de mes y la gente de RETAR comenzando por Miguel Díaz no cumplía ni por lejana aproximación ninguna de las promesas formuladas. Todo ello además sucedía mientras el programa superaba las trescientas mil personas de audiencia y en su versión de internet era escuchado desde Camboya a Madrid pasando por México DF, Kíev o Tegucigalpa. Por resumir: ¿cómo era posible que nuestro Cándido fuera tan cándido?

Para ser ecuánimes hay que señalar que, en lugar de una sola razón para la conducta inocente de Cándido, podría apuntarse a una variedad. Una de ellas, sin ningún género de dudas, era la palabrería de Miguel Díaz propia de un artero y eficaz vendedor de alfombras. Entendámonos. No afirmaba que fuera “bueno, bonito” su producto. Tampoco decir lo que se dice decir, decía nada que fuera más allá de cantar sus logros personales y los de la organización que había fundado y que regía con mano de hierro. Sin embargo, a pesar de no contar nada de sustancia, no puede negarse que lograba mesmerizar al oyente igual que dicen que consigue hacerlo la pitón con el animalillo al que acaba engullendo. El propio Cándido - que veía con dolor que nunca le respondía nada que tuviera más peso que el humo de un cigarrillo – acababa explicándose a si mismo que no podía ser que lo engañara alguien que aprovechaba la primera de cambio para abrumarle contando, a semejanza del famoso Capitán Tan, sus hazañas por todo lo largo y ancho de este mundo. En otras palabras, no es que en alguna ocasión Cándido no se preguntara si quizá se estaba comportando como el proverbial tonto de capirote, pero, cuando llegaba a ese punto, se respondía diciendo que no era posible que alguien fuera tan miserable como para estar aprovechándose de él de esa manera. De esa circunstancia, debemos deducir que nuestro Cándido poco o nada había aprendido de experiencias previas.

Sin embargo, no se trataba sólo de la manera verborreica en que Miguel Díaz hacía oídos sordos a cualquier palabra que no le gustara oír. También estaba su forma de parecer que hacía algo sin realizar nada. Recordaba con ese comportamiento a esos camareros a los que se les pide insistentemente un café con leche y, sin duda alguna, se mueven como si estuvieran sirviendo a todos los parroquianos aunque, en realidad, no atienden a nadie. Fuerzan el gesto, el paso, la mirada, el ademán. Todo lo fuerzan, menos lo que deberían: la diligencia para servir los cafés. Quizá uno de los ejemplos más claros de esa conducta propia del camarero vagoneta – o del trilero más descarado - tuvo lugar cuando Cándido tuvo la ocurrencia ni lejanamente apropiada o brillante de ofrecerse a vender su biblioteca para costear el programa que emitía Radio Solitaria, pero que sólo pagaba él. Aún más. En lugar de buscar a un librero que le estafara lo menos posible, Cándido propuso a RETAR que vendieran en uno de sus locales los millares de volúmenes quedándose, por supuesto, con una parte de lo enajenado. Sí, ya sé que ustedes me dirán que Cándido era el único enajenado en esa idea, pero… es que era así.

Porque para convertir la historia en más triste, hay que señalarles que, desde la infancia, Cándido había ido reuniendo una biblioteca de cierta envergadura. Los métodos utilizados para tan agradable fin fueron ciertamente variados. En ocasiones, Cándido se guardaba el dinero que su madre le daba para el autobús y, a costa de ir andando a todas partes, lograba ir sumando céntimo tras céntimo y comprarse un libro. Nunca lo había calculado, pero adquirir los cuatro tomos de El Don apacible de Shólojov había desgastado las suelas de sus zapatos casi tanto como si hubiera acompañado a Grisha en su retirada de la caballería bolchevique.

En otros casos, había ido conociendo como si estudiara un master las librerías más humildes de su nación de origen para mercar de segunda, tercera o cuarta mano cualquier libro que pudiera. No es que tuviera querencia por los libros viejos, sucios o desportillados. Es que no tenía dinero, por regla general, para comprarlos nuevos.

Así, al cabo de casi medio siglo de afanoso y trajinado ir y venir, Cándido se había hecho con algunos miles de libros que había leído, anotado y subrayado conociéndolos, como dicen que sucede con el Buen Pastor, uno por uno. Al tener que exiliarse de su patria y al saber que, por poco, muy poco, una bomba no le había quitado la vida, aquel fruto de años y años de búsqueda y ahorro, quedó huérfano en su tierra natal.

Habría necesitado Cándido siquiera para trabajar en el exilio recuperar al menos una parte de los libros, pero semejante eventualidad se le escapaba. Ni podía retornar a su patria para hacerse con ellos ni tampoco tenía espacio para acogerlos en el lugar donde ahora vivía. Durante su primer año de exilio, intentó incluso reconstruir una milésima parte de aquella biblioteca recomprando el Quijote, la Biblia, los Episodios nacionales de Galdós… Se dijo que unas docenas de clásicos podían sustituir más de medio siglo de trabajosa compra de libros; se consoló con la idea de que no debe llorarse aquello que no se tendrá o recuperará nunca y entonces, sumido en aquella resignada eventualidad, se le ocurrió que quizá para costear aquel programa que emitía sin el menor coste Radio Solitaria podría vender el fondo bibliográfico acumulado a lo largo de décadas.

No le pareció mal a Miguel Díaz aquella posibilidad. También es justo decir que, en general, siempre que fueran los demás los que pusieran el dinero, el trabajo o los bienes nada le parecía mal al fundador de RETAR. Por eso mismo, a pesar de lo indescriptiblemente lento que podía ser cuando no le interesaba algo, esta vez, de manera inmediata, envió a algunos miembros de sus legiones de trabajadores que ni recibían salario alguno ni contaban con seguro laboral de ninguna clase para que se llevaran aquellos libros. Realizaron la tarea en muy pocos, aunque cargados, viajes y, pronto, lo que había sido biblioteca de Cándido pasó a los almacenes de RETAR como uno de tantos bienes que adoptaban la forma lo mismo de ropa regalada a los esclavos, pero revendida a los ciudadanos libres; de muebles exportados a cualquier punto del globo o de alimentos a punto de caducar a los que Miguel Díaz siempre encontraba empleo.

Con todo, no seríamos justos si ocultáramos que, en una de las ocasiones en que Miguel Díaz le decía que no esperara de él un céntimo, de repente, de la forma más inesperada, le propuso enviarle una parte de su biblioteca a su nuevo domicilio en el exilio. No podía creer Cándido lo que acababa de escuchar y, en verdad, que esa primera respuesta de su instinto fue la adecuada y certera aunque el gozo pronto le cegó el entendimiento. Porque la verdad es que Miguel sólo estaba dispuesto a hacerle llegar una ínfima porción de sus libros y además no podía costar mucho aquel transporte. Con todo, Cándido lo vio como más, mucho más que un gesto simbólico de reconocimiento a todo lo que Radio Solitaria obtenía de él a diario.

 

Por razones que nunca terminó de dilucidar Cándido, un día, al cabo de unos meses, recibió la comunicación de que los libros habían llegado a unos almacenes de la ciudad en la que estaba exiliado así como una factura que debía abonar para que le pudieran ser entregados. Dudó Cándido al encontrarse con aquella circunstancia e incluso, por un instante, no más de un instante, pensó en la posibilidad de ordenar que devolvieran los libros al destino de origen porque no disponía de los más de mil dólares que le pedían por la entrega. Intentó dilucidar lo sucedido hablando con Daniel Díaz, pero no sacó nada en limpio aunque, atribuyendo todo a la proverbial cortedad del muchacho, no pensó que se debiera a mala fe alguna. Las cosas estaban claras: o pagaba el transporte que, supuestamente, debía haber pagado RETAR o a saber qué pasaría con aquel retazo de su biblioteca. Quitándoselo de la boca, pagó.

Suplico al amable e indulgente lector que repare por unos instantes en la operación. Cándido había recuperado algunos de sus libros - cuyo transporte abonó con no poco sacrificio - y RETAR conservaba en su poder una biblioteca que valía una cantidad considerable de dinero y que podía vender a su gusto para ayudar a financiar un programa que no le costaba un céntimo porque ya lo pagaba su infeliz director. Ciertamente, así se organiza una ONG cualquiera aunque la verdad es que no son muchos los que lo consiguen. Ahí es nada que, gracias a subvenciones, donaciones o canonjías, cubran todo tu presupuesto y eso lo puedas presentar como una muestra de aquella virtud que los romanos denominaron charitas

Quizá si Cándido hubiera reflexionado un poco más en aquel momento hubiera unido cabo a cabo y se habría percatado de que era víctima de unos facinerosos. Ni lo hizo ni, a decir verdad, pudo hacerlo. Cuando, previo pago, comenzó a abrir aquellas cajas de cartón, las lágrimas se le agolparon en los ojos y muy pronto comenzaron a resbalarle por las mejillas. Ante su mirada fueron apareciendo la Biblia y el Quijote, las Mil y una noches y la Odisea, Goethe y Dante, Joyce y Tolstoi, Chéjov y Solzhenitsyn… Eran como amigos muy queridos, protagonistas de tantas horas felices, camaradas de ratos inolvidables que no regresarían, que, en esos momentos, acudieran a visitarlo en su soledad espesa de exiliado. En más de una ocasión, no pudo evitar abrazar alguno de los volúmenes e incluso besarlo tiernamente. No tenía a nadie en aquella tierra separada de la suya por tierra, mar y aire, pero, por unos instantes apenas, le pareció sentir que volvía a transitar sus calles, que escuchaba sus voces, que incluso percibía sus aromas. En aquellos momentos, Cándido, aunque hubiera sido objeto de una epifanía que lo advirtiera, no habría podido creer que lo engañaban. Ni siquiera aunque él hubiera tenido que pagar el transporte de aquella parte mínima de sus libros.

 

Pero a todo lo anterior – y ha de reconocerse que no era poco - pensamos que se unió un factor no por inmaterial carente de peso. Tras más de un año separado de su familia, de su patria, de sus amigos, de su entorno, cabe más que de sobra la posibilidad de que Cándido sintiera una necesidad, no por inconsciente menos imperiosa, de confiar en alguien. Porque la verdad sea dicha es que ni siquiera en el exilio lo habían dejado en paz sus compatriotas. No sólo es que el organismo que había pretendido arruinarlo – el mismo que aceptaba documentos falsos para lograr que la hija del jefe del estado no fuera a prisión - inició una nueva inspección en su ausencia sino que un oficial de alta graduación de los servicios secretos de su tierra de origen lo citó en una cafetería para someterlo a un interrogatorio. Resultaba éste tan claro y sin tapujos, aunque correcto y educado, que en un momento determinado Cándido hubo de preguntar al agente de inteligencia si lo estaba interrogando de compatriota transterrado a compatriota transterrado o si lo hacía por cuenta de sus jefes. El oficial, como si fuera la cosa más natural del mundo, le dijo que, naturalmente, llevaba a cabo esa misión siguiendo órdenes de sus superiores. Era un hombre correcto y Cándido le contestó a todo lo que le preguntó sin darle mayor importancia.

Con todo, lo que quizá puso más de manifiesto el especial encono, la peculiar vesania, el inagotable encarnizamiento con que algunos de sus compatriotas contemplaban a Cándido incluso en la distancia fue un asunto relacionado con un premio literario. Sabía Cándido – aunque, en ocasiones, procuraba no pensarlo - que nunca volvería a publicar un libro en su país de origen por mucho que las editoriales hubieran ganado cantidades importantes con él. Mucho menos ganaría uno de aquellos premios literarios que antes obtenía con notable facilidad. Sin embargo, siguiendo un impulso travieso que, en ocasiones, se daba en su interior quizá como muestra de una infancia no del todo desarraigada, decidió presentarse a un premio literario de los limpios, es decir, de aquellos que no estaban amañados, que disponían de jurados que no recibían indicaciones y que contaban con un notario como testigo de las deliberaciones. En este caso, se trataba de un premio con décadas de solera, en el que el jurado iba eliminando libro a libro a los finalistas hasta quedarse con solo un sobre en cuyo exterior figuraba escrito un pseudónimo y en cuyo interior se encontraba el nombre real del autor. Llegado ese momento, se abría la plica, el notario revelaba la identidad hasta ese momento oculta y se procedía a proclamar al ganador. El libro de Cándido fue pasando, efectivamente, todas y cada una de las rondas eliminatorias hasta quedar el último. Entonces, tal y como mandaba el ritual, se abrió el sobre y sacando la papeleta que había en su interior procedieron a leer su nombre. Sin embargo, en ese momento, en lugar de proclamar a Cándido como ganador lo que se proclamó es que el premio quedaba desierto.

De todo aquello se enteraría Cándido a las pocas horas, cuando le llamó un testigo de la villanía para, después de instarle a que no se disgustara por lo que estaba a punto de contarle, relatarle todo. No era ciertamente la primera vez que Cándido era objeto de alguna acción semejante y, esta vez, a saber por qué, efectivamente, no se disgustó. Más bien fue como si una gota de plomo fundido cayera sobre la carne deshecha de un enfermo de lepra. Cualquiera habría aullado, pero aquel leproso del exilio no emitió ni siquiera una interjección. Agradeció lo que acababan de decirle y, tras despedirse, telefoneó a una amiga que estaba al corriente de todo este tipo de enjuagues y trampas que rodean a los premios literarios en la nación de Cándido con la finalidad de que le confirmara la noticia. Le atendió con amabilidad aquella fémina y le pidió setenta y dos horas para comprobar si era todo verdad. Sólo necesitó veinticuatro para llevar a cabo las oportunas averiguaciones. Llamó a Cándido y le dijo que la noticia era totalmente ajustada a la realidad y que, efectivamente, el jurado, enfurecido al saber quién era el ganador, sólo había visto como salida la de declarar desierto el premio por primera vez en décadas.

Tras lo sucedido en su patria de origen – y lo relatado son meros botones de muestra – nuestro amigo no veía en Miguel Díaz sino a un compatriota de esa misma ignota república bananera en la que había escapado de ser asesinado por días o quizás horas y concluía que de aquel mismo trozo del orbe, surgía alguien que no pretendía arruinarlo, vetarlo en su trabajo o darle muerte. Llegado a ese punto, Cándido, en lugar de reforzar los mecanismos de prudencia, dio rienda suelta a los de su candidez. ¿Cómo podía ser malo, cómo podía engañarlo, cómo lo iba a estafar alguien así? El avezado lector contestará que, precisamente, porque era más que posible siquiera por sus orígenes patrios, pero tan sencilla, sensata y benéfica respuesta se le escapaba a Cándido y más se le fue de entre las manos gracias a un nuevo personaje que apareció en escena. Se llamaba Magdaleno. Magdaleno Ortiz. Forzosamente hemos de detenernos en este singular protagonista, siquiera secundario, de nuestro relato.

 

Referimos ya cómo un viernes, de la manera más inesperada, Radio Solitaria había comunicado a Cándido que su subdirector no aparecería el lunes. Al parecer, de manera que nunca le aclaró, había encontrado un trabajo y le había faltado tiempo para poner pies en polvorosa fuera de RETAR. Durante todo el fin de semana, se preguntó Cándido si podría seguir con el programa, pero el lunes siguiente se enteró de que el suplente sería Magdaleno Ortiz. En una casa como Radio Solitaria donde todo iba manga por hombro, donde no había manera de emitir un programa sin incidentes técnicos, donde no existía modo de que la emisión se colgara en la web en tiempo y forma, donde, en fin, cualquier atisbo de profesionalidad era pura coincidencia, la llegada de Magdaleno fue un alivio o, por lo menos, así lo vivió Cándido.

Cómo Magdaleno había dado en RETAR es algo que Cándido se preguntó más de una vez, pero, dada su discreción natural, nunca se atrevió a indagar. Por supuesto, Magdaleno tenía sus defectos como redactar unos boletines de noticias inacabables en los que podía estar hablando él solo minutos y minutos. También es cierto que su voz – que sonaba bastante bien – podía pecar en ocasiones de un cierto engolamiento. Incluso, algunos meses después, Cándido no pudo reprimir un escalofrío al descubrir en la cuenta de Facebook de Magdaleno que éste afirmaba enérgicamente que el mundo iba a estallar y que la única posibilidad de sobrevivir estaría en formar parte de comunidades apartadas del mundo que se automantuvieran. Sin embargo, a pesar de todo esto y de algún detalle más, Cándido no dejó de considerar a Magdaleno una auténtica bendición del cielo.

De entrada, se trataba de una persona con experiencia en medios, circunstancia que contrastaba no poco con la incompetencia rampante que caracterizaba todas y cada una de las acciones de RETAR y es que, por razones que a Cándido se le escapaban, era prácticamente imposible que la gente de RETAR realizara alguna tarea bien. Disculpaba semejante circunstancia Cándido pensando que, a fin de cuentas, de un toxicómano, de un alcohólico o de un antiguo convicto tampoco podían esperarse gollerías. Lo que le resultaba menos fácil de tolerar era que cada vez que se perpetraba un desaguisado mayor o menor, en lugar de pensar en remediarlo se escuchara el silencio de los trabajadores gratuitos de RETAR o una voz flanqueada por una risa tontilona que salía de la boca de Daniel Díaz. En otras palabras, nadie se molestaba por hacer las cosas como Dios manda y cuando Cándido lo advertía con la mayor educación sólo recibía por respuestas silencios sepulcrales o risitas abobadas. Magdaleno Ortiz – justo y obligado es reconocerlo - era otra cosa.

De entrada, Magdaleno lamentaba de corazón cuando faltaba la profesionalidad. En ocasiones, hasta elevaba la voz con un acento indignado como si le parecieran insoportables aquellas feas conductas. En otras palabras, Magdaleno no parecía buscar meramente el cubrir el expediente sino esforzarse por mejorar lo que era una calamidad innegable. Incluso pedía disculpas cuando el programa no estaba a tiempo, no localizaban las canciones, la conexión se caía o tenían lugar docenas de lamentables eventualidades semejantes. Es decir, Magdaleno tenía motivos sobrados a diario para pedir disculpas, pero nunca eludía su responsabilidad e incluso, en ocasiones, se culpaba por lo que no había hecho él sino otros.

Por si todo lo anterior fuera insuficiente para crear una diferencia con la gente de RETAR, Magdaleno sentía interés por la cultura. En particular, era un gran aficionado al cine. En no pocas ocasiones, Cándido y él distrajeron la espera cuando algo funcionaba mal o se desplomaba la emisión del programa, charlando sobre películas, directores o actores.

Había además otra notable disimilitud entre Magdaleno Ortiz y el resto de la gente de RETAR. A medida que fue avanzando la temporada, Cándido no había podido menos que ir descubriendo con no poco desagrado una absoluta e inmensa insensibilidad respecto a sus sacrificios por parte de la gente de RETAR. No es que se percatara de que a los Díaz, padre y junior, les importaba un bledo que Cándido se arruinara. Tampoco es que terminara de captar que ni cumplían lo prometido, ni aportaban un céntimo ni movían un dedo salvo para cobrar aquella publicidad que, reveladoramente, siempre se emitía unos segundos antes o unos segundos después del programa que dirigía Cándido. Mucho menos había reparado en que, a pesar de que les proporcionaba un programa de una calidad impensable en Radio Solitaria, ni Díaz padre ni Díaz hijo se lo agradecieron jamás, aunque, en honor a la verdad, hay que señalar que Díaz hijo en alguna ocasión sí le comentó que estaba muy contento porque el programa tenía un enorme éxito. Estas y muchas otras conductas poco dignas las pasaba por alto Cándido, en parte, por candidez, en parte, porque bastante trabajo tenía con radiar un programa mejor cada día, y, en parte, porque de lo único que sí se iba dando cuenta y no sin esfuerzo es que hablar con Miguel Díaz de algo que no le interesara era todavía más inútil que entablar conversación con la pared. Pues bien, Magdaleno era distinto también en este aspecto.

 

Magdaleno Ortiz sí que se daba cuenta de que aquella situación que soportaba Cándido no podía continuar. Que Magdaleno entregara su trabajo gratis en RETAR contaba al menos con la compensación de que le daban cama y comida gratis, pero Cándido… A Cándido no lo invitaron jamás a comer – ni siquiera en aquella ocasión en que Miguel Díaz apareció por su casa acompañado de un trio que no abrió la boca ni para respirar – ni tampoco le ofrecieron un techo. Incluso para una vez que le habían mandado unos libros había sido Cándido el que había pagado los portes. La misión que le había asignado Miguel Díaz - ¿quién podía dudarlo? - era trabajar gratis, pagar a los colaboradores del programa y conseguir una publicidad de la que nunca recibió un céntimo. Quizá esa circunstancia de total abandono que saltaba a la vista o el que Cándido le confesara apenado que si en mayo no encontraba una forma de financiación no podría continuar con el programa una temporada más llevó a Magdaleno a pensar en alguna solución que, por supuesto, no incluyera el que RETAR se gastara un ochavo. Un día, le refirió a Cándido esa posibilidad. Se trataba de una circunstancia tan poco habitual que, mientras parpadeaba a causa de la sorpresa, Cándido le preguntó si Miguel Díaz estaba al corriente y no planteaba ningún obstáculo. Magdaleno le informó de que no había puesto ningún obstáculo y entonces Cándido – fíjense ustedes si era simples - se emocionó. Sí, no se puede describir de otra manera su estado de ánimo al escuchar aquellas palabras de Magdaleno. Al fin, tras meses y meses, parecía de verdad que Miguel Díaz iba a ayudarlo. De verdad. En serio. Por primera vez. Era posible, por supuesto, que todo se debiera a la iniciativa de Magdaleno, pero que la aceptara ya constituía un paso de gigante. El método que Magdaleno había pensado consistía en… eeeeh, bueno, se trataba de algo largo y complicado. Será mejor que lo relatemos con amplitud en el próximo capítulo.

 

CONTINUARÁ

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