Personalmente, tengo la sensación de que en las películas sobre Jesús hemos ido de mal en peor desde hace varias décadas. Uno puede discutir aspectos de El Evangelio según san Mateo de Pasolini o de La historia más grande jamás contada, pero, en términos generales, algo del contenido del evangelio quedaba en esas películas. La última tentación de Cristo, La Pasión de Mel Gibson o El Hijo de Dios – a la que me voy a referir hoy – son claramente deplorables. En ninguna de ellas, hay el menor intento de acercarse al verdadero Jesús partiendo de los Evangelios o de éstos más otras fuentes históricas. No. Por el contrario, se trata de vendernos lo que al director se le ha puesto en los angulares y allá cada cual. En el caso de El Hijo de Dios es todavía peor. Por un lado, la persona y la enseñanza de Jesús quedan absolutamente opacados y, por otro, se realizan concesiones abundantes a los posibles consumidores. A decir verdad, si alguien que no supiera nada sobre Jesús fuera preguntado tras ver la película acerca de cuál fue su mensaje, tendría serios problemas para dar una respuesta medianamente coherente.
De entrada, comencemos con la satisfacción de los consumidores. Sabido es que esa peculiar novela titulada El Código Da Vinci ha colocado a María Magdalena en la primera fila de la vida de Jesús. Por supuesto, El Hijo de Dios no iba a ser menos y vemos a María Magdalena en todo momento pegada a Jesús y al lado de los Doce. Es, como si dijéramos, el apóstol número 13 y, por añadidura, en la película aparece en distintos episodios de los que no tenemos la menor noticia de que anduviera por allí cerca.
Naturalmente, como también buena parte de los clientes son católicos también abundan las concesiones en ese sentido. Al igual que sucede con María Magdalena, María, la madre de Jesús, aparece en ocasiones donde no sólo es dudoso que estuviera sino que, con seguridad, no estuvo. Uno de los ejemplos más claros es el de la flagelación de Jesús que tuvo lugar en el pretorio, pero que, como sucedió con Gibson, un católico integrista, se ha preferido situar al aire libre para subrayar la idea de la Mater dolorosa. Es falso y ahistórico. No lo es menos – a decir verdad, resulta ridículo – el que el descendimiento de la cruz reproduzca la Piedad de Miguel Ángel. La escultura del heterodoxo genio del arte es magnífica, pero nada tiene que ver con lo sucedido. Para terminarlo de arreglar, la actriz que interpreta a María en el momento del nacimiento da una sensación agradable, pero la María mayor es espeluznante. Es obvio que le han embutido botox en abundancia y que le han estirado el rostro con lo cual resulta casi imposible para una persona sensible no sentir grima al verla ya no sólo por la versión falsificada de la Historia sino por el dislate estético.
Con ese público por delante, no cabe sorprenderse del resto de la galería de los horrores. Por ejemplo, la última cena fue un seder de pesaj, pero que se sepa eso es mucho pedir cuando centenares de millones de personas lo ignoran y creen además que aquella fue una reunión para que se instituyera un dogma que, en realidad, fue definido en el siglo XIII. Para esa gente, la manera en que Jesús parte el pan y reparte la copa podrá parecer conmovedor, pero no pasa de ser una falsificación absoluta de la Historia con fines poco honestos. Tampoco causa extrañeza que Juan, contando la historia en Patmos, diga – en contra de lo que afirma el Nuevo Testamento – que los apóstoles se pusieron a predicar el Evangelio bajo la dirección de Pedro. La afirmación puede gustar, de nuevo, a un público católico ignorante, pero causa escalofríos a cualquiera que haya leído el Nuevo Testamento. No acaban ahí los horrores.
Dado que buena parte de los espectadores son católicos o dados a las bobadas esotéricas, el judío Jesús aparece desligado totalmente de Israel. Va a Jerusalén – aunque no nos enteremos de para qué – pero evita cualquier referencia a la base judía de su predicación. A decir verdad, los que son abiertamente judíos son siempre personajes negativos porque nadie diría que Jesús o sus discípulos pertenecen a Israel. Semejante visión – falsa, negativa y anti-histórica – la ha predicado la iglesia católica durante siglos, pero no es de recibo que se siga exponiendo.
Lógicamente, el Jesús que aparece prácticamente nada tiene que ver con el de las fuentes históricas. El gran maestro de parábolas sólo cuenta una en toda la película – y una que se manipula para dejar mal a los judíos, claro – reduce al mínimo sus predicaciones y, por supuesto, no dice ni media palabra de los aspectos esenciales de su predicación: el llamamiento a la conversión, el anuncio del Reino de Dios y la predicación de su muerte expiatoria como el Siervo de YHVH de Isaías 53. Ni uno sólo de esos aspectos esenciales aparece y es lógico porque para los seguidores de El código Da Vinci nada significan y para la mayoría de los católicos son no sólo incomprensibles sino contraproducentes. ¿Conversión sin mediación de la institución eclesial? Quita, quita… ¿Entrada en el Reino de Dios? Ni por el forro. La institución eclesial ya se ha ocupado de sustituir ese Reino. ¿Siervo de YHVH? Mande…
Resumiendo. No se gasten un céntimo en ver semejante bodrio. Quizá no es peor que La pasión de Mel Gibson o que La última tentación de Cristo, pero tampoco es mejor y, desde luego, es mucho más light. Empleen las dos horas que dura la película en leer el Evangelio de Juan o el de Lucas y habrán salido ganando. Por lo menos, sabrán qué era lo que enseñaba Jesús el judío.