Se trata de Es grande ser joven, una película inglesa de 1956 que protagonizaba John Mills. No soy tan ingenuo como para creer que la vida en la Gran Bretaña post-imperial era como la de la escuela retratada en ella, pero es innegable que los valores que difundía eran los que se deseaban inspirar en una sociedad que se recuperaba todavía de la Segunda guerra mundial. Confieso que me ha conmovido ver a un director de colegio que podía reconocer sus equivocaciones; a un profesor que es no sólo apreciado sino respetado por sus educandos; a unos jóvenes que consideran un signo de rebeldía interpretar música de jazz además de clásica o a una muchacha que consulta con un docente lo que se siente al enamorarse. Por que la verdad es que yo nunca he visto a un director reconociendo que ha complicado las situaciones en lugar de arreglarlas, y el respeto no es la conducta más habitual entre los estudiantes, y la música de ahora, supuestamente rebelde, resulta estética y artísticamente horrenda y, desde luego, lo más seguro es que si una adolescente consulta a un docente sea acerca de medios anti-conceptivos o de un lugar donde pueda abortar sin que se enteren sus padres. Quizá esas diferencias sean incluso menores, pero con ellas han desaparecido también la inocencia y la ilusión. Que un menor dedique más tiempo a pensar a quién convencerá para compartir el camastro el fin de semana que a esperar al príncipe – o la princesa – azul o que su diversión discurra más por la vía del consumo de alcohol que por la de leer o aprender a tocar un instrumento musical quizá sea una cura de realismo e incluso un signo de madurez adelantada. Quizá, pero yo no puedo dejar de tener la sensación de que se ha arrancado algunos de los mejores años a una generación tras otra de jóvenes, de que no se les ha dado nada que merezca la pena a cambio – a menos que el botellón se considere suficiente – y que todo ha sido además para que el cincuenta por ciento vaya al paro. Quizá también ya no es tan grande ser joven.