De entrada, Reagan no causó la caída de la URSS que, de hecho, tuvo lugar después de que abandonara la Casa Blanca. Violó repetidamente la ley internacional y estuvo a punto de verse sometido al impeachment por el sucio asunto del Irangate. Tampoco fue tan duro como se pretende en la actualidad. De hecho, cuando los terroristas islámicos volaron el cuartel de los marines en Beirut, bastante sensatamente, optó por retirarse de la zona antes de verse envuelto en un conflicto como los que luego la han asolado y a los que no se ve fin.
Posiblemente, el mayor logro de Reagan fuera el devolver el orgullo a una población bastante airada tras el secuestro de los rehenes en Irán y el fracaso de la operación para rescatarlos. Reagan multiplicó las proclamas, infundió sentimientos electrizantes a sus conciudadanos e incluso creó una sensación de bienestar económico que, a decir verdad, no se correspondió tanto con la realidad como demostró algún desplome de la bolsa superior al de 1929. Con seguridad, los juicios de futuro no serán tan triunfalistas, pero sí es cierto que durante décadas para muchos seguirá siendo un referente de cómo la política de dureza funcionó aunque, en realidad, no sucediera así.