Cuando el año concluya, Dios mediante, habré expuesto la Biblia más de un centenar de veces por escrito de manera específica – sin contar libros – y algo menos de cien veces de manera oral. No llevo una estadística de los textos más utilizados en mis conferencias, pero hay dos que de manera que no creo que sea casual he repetido una y otra vez a los cuatro puntos cardinales durante lo que va de año.
El primero es el pasaje de Apocalipsis donde se menciona quiénes son arrojados al lago de fuego y azufre – el infierno para que nos entendamos – y se nos dice (Apocalipsis 21: 8) que los primeros en ser despeñados en el horror eterno son los cobardes. Sin duda, se trata de una cita para tenerla en cuenta. Los que van en cabeza a la hora de ser despedidos hacia el castigo eterno no son los asesinos, los adúlteros, los ladrones… son los cobardes. A primera vista, la descripción del autor de Apocalipsis parecería un tanto desequilibrada. Sin embargo, personalmente estoy convencido de que ahí se encierra una gran verdad. Permítanme contarles algunas historias verídicas que ilustrarán la gravedad de la cobardía. La primera tuvo lugar en el curso de una comida a la que asistían varios responsables de entidades cristianas. En el curso del almuerzo, uno de los presentes afirmó que si un día le llegaba una pareja de homosexuales y le pedía que los casara, los casaría sin ningún tipo de problemas. Los asistentes eran personas supuestamente creyentes, con un conocimiento mínimo de las Escrituras y es de suponer que una cierta decencia. Ni uno sólo abrió la boca al escuchar aquella afirmación. Tuvo que ser una mujer – sí, no pocas veces las mujeres avergüenzan a los varones demostrando una mayor valentía – la que indicara a aquel hombre delante de los presentes que su afirmación chocaba con la enseñanza de la Biblia que considera abominación que un hombre mantenga relaciones sexuales con un hombre como si fuera una mujer. Aquella mujer fue valiente, pero ni uno solo de los asistentes demostró algo diferente a la más espesa cobardía al no decir nada. Ser cobarde resultaba más cómodo.
La segunda historia es no menos ejemplar. Una empresa – también cristiana – decidió realizar una oferta de trabajo a un hermano. La persona no sólo era adecuada sino que incluso podría haberse calificado como excepcional para la ocupación. A decir verdad, si hubiera sido fichado por esta compañía, la realidad es que hubiera se hubiera encontrado entre los efectivos más cualificados. Así andaba todo – incluida la alegría del consejo de administración – cuando algunas personas visitaron al director para atacar al hermano que iba a entrar en la compañía. Todo lo que dijeron sobre él eran calumnias impulsadas por la peor mala fe, pero al director no le importó tanto el actuar correctamente y dilucidar la verdad como ahorrarse complicaciones. Decidió, pues, prescindir de esta persona. Una vez más la cobardía había pesado más no ya que la honradez y la sensatez sino que incluso lo más conveniente para la empresa.
En apariencia, las historias – podría citar docenas similares - no tienen mayor trascendencia. Se trataría sólo de un apóstata que no tiene escrúpulo en tergiversar la Biblia para consentir en el matrimonio de homosexuales o de un directivo cobarde que pierde una oportunidad para su compañía. En realidad, hay muchísimo más. En estos dos episodios de cobardía, queda de manifiesto que personas que, por definición, deberían defender sus naciones, sus familias, sus hijos, sus creencias y la honra de su Señor y Salvador prefirieron no mover un dedo simplemente para no afrontar dificultades. No estamos hablando de grandes riesgos. Ninguno de los que intervinieron en tan bochornosos episodios hubiera pagado con la muerte, con la cárcel, con el exilio o con la pérdida del empleo el no ser cobardes. Simplemente, deseaban no tener problemas.
En esa actitud, queda de manifiesto la autentica bajeza espiritual de aquellos que deciden no mover un dedo ante la iniquidad aunque esa iniquidad contraria a la Biblia implique un mal que afectara a millares – decenas de miles de personas o incluso más – de personas. El asesino puede matar a una persona, quizá alguna más; el adúltero puede engañar a una esposa y quizá alguna más; el cobarde permite un mal que causa miles de víctimas y en muchísimos casos actúa así para salvarse sólo de no pasar un mal rato.
El segundo caso no es mejor. Un cobarde como este director fue el propio Poncio Pilato que decidió que su “zona de comodidad” no iba a verse alterada por la muerte de un inocente llamado Jesús. Es cierto que Pilato intentó en algún momento salvarlo, pero, al fin y a la postre, entre su tranquilidad alterada o la muerte de un inocente empujado al patíbulo por las calumnias de los que lo aborrecían y envidiaban, el romano escogió lo que algunos llamarían su “área de confort”. Todos sabemos que se lavó las manos, pero ese gesto hipócrita no limpió la sangre de la que era corresponsable.
Podría señalar que el protagonista de la primera historia es un personaje que se ha visto descubierto más de una vez – en cierta ocasión, se dedicó incluso a defender en público la dictadura terrible que padece Venezuela – y que la entidad que rige, en otro tiempo floreciente, se halla ahora al borde de la quiebra a pesar de haberse desprendido de más de un inmueble. También podría indicar que el futuro del segundo personaje posiblemente no va a ser más brillante. Sin embargo, ambas cuestiones son relativamente secundarias. Lo terrible es la extensión de ese pecado de cobardía que es la garantía primera y directa de que el mal causará estragos en millones de vidas. Esa cobardía que no quiere buscarse complicaciones, que no desea perder amigos, que odia no tener influencias, que ansía mantener lo poco o mucho ganado en términos materiales, que, a fin de cuentas, pretende complacer a los hombres antes que a Dios es el verdadero cáncer de la sociedad en la que vivimos y la que explica fenómenos tan horribles como el Holocausto. Es también la peor plaga que a día de hoy afecta al cuerpo de Cristo. Si hay algo de lo que, con seguridad, me sentiré satisfecho al concluir el año será de haber mencionado este texto en docenas de ocasiones.
Les hablaba, sin embargo, de un segundo texto que también soy consciente de haber citado con profusión. Se halla en el testamento del apóstol Pablo, la segunda carta a Timoteo (3: 12), donde afirma que todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución. En contra de lo que muchos predicadores gustan de ofrecer, los que sigan a Jesús no pueden dar por seguras ni una salud de hierro, ni una cuenta corriente creciente ni el aplauso del prójimo, pero sí pueden estar seguros de que TODOS – no el diez por ciento, la mitad o una tercera parte – de los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución. Sería demasiado largo de contar el narrar ahora cómo se manifiesta esa persecución y no voy a detenerme en ello. Sin embargo, sí deseo decir que los que pasen por esa situación no deberían sentirse desanimados si se aferran a la Biblia – es lo que señala Pablo a Timoteo unos versículos más abajo – y si recuerdan otro de los pasajes que he repetido vez tras vez este año, aquel que afirma que hay que buscar primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás será añadido (Mateo 6: 33).
Aquellos que confiesen a Cristo delante de los hombres aunque el coste sea elevado, serán reconocidos por Cristo como suyos (Mateo 10: 32). Los que, por el contrario, hayan preferido ser cobardes ante el mal, callarse ante alguien que se jacta de que casaría a una pareja de homosexuales, no mover los labios cuando alguien defiende el aborto o perpetrar una injusticia contra un inocente para no ver alterada su comodidad… ¡ay de ellos! Por esas mismas conductas, no pocos pueden estar seguros de que serán los primeros en ser arrojados al lago de fuego y azufre. Ciertamente, no sin razón.