¿Qué caracteriza a aquellos que han decidido volverse hacia Dios y entrar en el Reino? No, desde luego, el abandono de la obediencia a Dios expresada en la Torah. Todo lo contrario. Al respecto, Jesús es terminante:
No juzguéis que vine a anular la ley o los profetas. No vine a anular, sino a cumplir. Porque en verdad os digo que hasta que pase el cielo y la tierra, en absoluto pasará una iota o una tilde de la ley hasta que todo suceda. Quien pues quebrante uno de los mandamientos estos últimos y enseñe así a los hombres, último será llamado en el reino de los cielos. Quien, sin embargo, los haga y enseñe, éste grande será llamado en el reino de los cielos.
(Mateo 5, 17-19)
Lejos de ser un personaje contrario a la Torah – como señalarían algunos escritos rabínicos y buena parte de la teología cristiana de veinte siglos – Jesús enmarcó su enseñanza en la que, con mayor o menor fidelidad, había seguido el pueblo de Israel durante siglos. No había venido a anular o derogar la Torah sino a cumplirla, a darle su pleno significado, a interpretarla adecuadamente y eso resultaba de aplicación tanto para los preceptos más relevantes como para los, aparentemente, mínimos.
Incluso – y es lógico que así sea - la exposición de la Torah que encontramos en Jesús cuenta con paralelos con la de la literatura rabínica. En el Pirke Avot 1, 2, Shimón el Tsadiq (el justo) señala la existencia de tres cosas de las que depende el mundo: la Torah, el servicio a Dios y la práctica de la misericordia. Desde nuestro punto de vista no es casual que Jesús siguiera también una división tripartita muy similar en su Sermón del Monte aunque, eso sí, con varios siglos de anticipación.
En primer lugar, encontramos que toda la sección del Sermón del Monte ubicada tras las Bienaventuranzas no es sino una exposición de la Torah interpretada por Jesús (su halajah) en relación con temas como el homicidio (5, 21-26), el adulterio (5, 27-32) o el juramento (5, 33-37).
Por otro lado, buena parte de su interpretación recuerda un principio rabínico también citado en el Pirke Avot 1, 1 consistente en colocar una “cerca en torno a la Torah”, es decir, intentar de tal manera ampliar el radio de acción de los mandatos o mitsvot contenidos en ella que se aleje todo lo posible la eventualidad de traspasarla. En el caso de Jesús, más que esa ampliación del radio alrededor de la Torah hallamos más bien un intento de alcanzar la raíz de las malas acciones para desactivarlas.
El inicio de su halajáh con las mitsvot sobre la santidad de la vida resulta de una lógica contundente. En general, todas las culturas han considerado sagrada la vida humana. De hecho, uno de los siete preceptos entregados por Dios a Noé[1] para cumplimiento de todas las naciones incluye de manera expresa la condena del derramamiento de sangre [2]. No resulta sorprendente que las distintas sociedades, independientemente de sus creencias religiosas, hayan castigado el asesinato e incluso el homicidio accidental, aceptando también excepciones a esa regla como la legítima defensa y, como una forma de ésta, la muerte causada en el curso de una guerra. Jesús aceptó, por supuesto, la justicia de encausar a aquel que ha cometido un asesinato, pero, al mismo tiempo, amplió el contenido del mandamiento de la Torah que prohibía asesinar.
En un ejercicio interpretativo muy original, Jesús planteó cortar de raíz aquellas conductas que podrían desembocar en el quebrantamiento de la Torah. Se trataba de interiorizar la Torah, sin duda, pero, a la vez, de no detenerse en su cumplimiento externo por más importante que éste pudiera ser sino de ir al fondo de aquellas situaciones que alimentan la desobediencia a la Torah:
Oisteis que fue dicho a los antiguos: no matarás. Por lo tanto, el que mate reo será del juicio. Yo, sin embargo, os digo que todo el que se encoleriza con su hermano sin razón reo será del juicio. El que, sin embargo, diga a su hermano “raká”[3], reo será ante el sanhedrín. El que, sin embargo, le diga “estúpido”, reo será de la Guehenna del fuego. Si pues llevas tu ofrenda al altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primero a ser reconciliado con tu hermano, y después, acudiendo al altar, presenta tu ofrenda.
Ponte con toda rapidez en buena disposición hacia tu adversario mientras estás de camino, para que no te entregue el adversario al juez y el juez te entregue al alguacil, y a cárcel seas arrojado. Verdaderamente te digo que en absoluto saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante.
(Mateo 5, 21-6)
La simple lectura del pasaje precedente deja de manifiesto la posición de Jesús hacia el homicidio. Por supuesto, es condenable y la justicia debería actuar frente a las gentes que lo perpetran. Pero para acabar con el homicidio hay que excluir además comportamientos como el juicio temerario, el insulto y el desprecio. Del insulto y del desprecio acaban surgiendo las condiciones que derivan hacia el derramamiento de sangre igual que del ansia por pleitear brotan consecuencias inesperadas y desagradables de las que luego no resulta fácil salir.
Tan venenosas pueden ser esas conductas que el mismo culto a Dios no sirve para compensarlas. Al contrario, el odio, la simple falta de reconciliación, invalidan el culto religioso. La persona que desea cumplir la Torah y rendir a Dios un servicio que Le complazca no tiene pues otra salida que reconciliarse y, obrando así, se comportará con el mismo sentido práctico que el que llega a un acuerdo para evitar un pleito de resultado inseguro.
Un planteamiento similar lo encontramos en la enseñanza de Jesús sobre el adulterio:
Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Mas yo os digo, que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Por tanto, si tu ojo derecho te fuere ocasión de caer, sácalo, y arrójalo de ti: que mejor te es que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea echado a la Guehenna. Y si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala, y arrójala de ti: que mejor te es que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea echado a la Guehenna. También fué dicho: Cualquiera que repudie a su mujer, déle carta de divorcio. Pero yo os digo, que el que repudie á su mujer, salvo caso de fornicación, hace que ella adultere; y el que se case con la repudiada, comete adulterio.
(Mateo 5, 27-32)
El adulterio – una conducta también condenada universalmente por las más diversas culturas – es un comportamiento prohibido por la Torah, pero además hay que tener en cuenta que se inicia cuando alguien contempla con deseo a una persona casada. Hasta el día de hoy, los rabinos se dividen ante la idea de si existe adulterio cuando quien lo perpetra es un hombre casado y la mujer, sin embargo, es soltera. La tradición askenazí ha entendido que sí hay adulterio, pero la sefardí mantiene que no apelando a que la poligamia nunca ha sido abolida formalmente. La posición de Jesús resultaba obvia. El adulterio también puede ser cometido por los hombres – es un hombre, de hecho, el protagonista de su ejemplo – y para no llegar a esa situación hay que evitar conductas que anteceden al pecado. Pero Jesús va todavía más allá e introduce un elemento propio del contexto judío que en la actualidad sigue planteando problemas en el seno del judaísmo y que, quizá por esa circunstancia, ha dado lugar a no pocas interpretaciones erróneas de autores gentiles. Nos referimos al divorcio que no ha sido correctamente formalizado de acuerdo con lo que establece la Torah.
Según la enseñanza dada por Dios a Moisés, el divorcio tenía que contar con un motivo y además ir acompañado por la entrega a la mujer de un documento formal (Deuteronomio 24, 1-4). Ese documento no sólo salvaguardaba la honra de la mujer y establecía su situación como distante de la desprotección, sino que además dejaba de manifiesto que la citada persona era libre y podía volver a contraer matrimonio si así lo deseaba. El hecho precisamente de que servía para salvaguardar los derechos femeninos tenía como consecuencia el que no pocos evitaran ese importante trámite – el mismo fenómeno sigue produciéndose a día de hoy en el seno de las comunidades judías – para eludir responsabilidades. Semejante acción, claramente infectada por sus motivaciones egoístas, es condenada por Jesús de manera tajante. Al no haberse disuelto el matrimonio tal y como indica la Torah, esa mujer seguía legalmente casada y, por lo tanto, al contraer nuevas nupcias cometía adulterio y lo mismo sucedía con su nuevo cónyuge. Por supuesto, semejante norma no era de aplicación en los casos en que no existía aún matrimonio como, por ejemplo, sucedió cuando José supo que María, la madre de Jesús, estaba embarazada y se propuso repudiarla en secreto, para no infamarla, sin la menor referencia a un documento público de divorcio (Mateo 1, 19).
Evitar, por lo tanto, el adulterio incluía en la halajah de Jesús no sólo no cometer el acto físico concreto sino rechazar los deseos pecaminosos con la misma repulsión con que se rechazaría la mutilación y no caer en conductas, como la de evitar el trámite legal del divorcio, que pudieran llevar a otros a cometer adulterio incluso de manera inocente.
CONTINUARÁ
_________________
[1] Sobre los mandatos de Moisés, véase: Ch. Clorfene y Y. Rogalsky, The Path of the Righteous Gentile. An Introduction to the Seven Laws of the Children of Noah, Jerusalén, 1987 y M. E. Dallen, The Rainbow Covenant. Torah and the Seven Universal Laws, Nueva York, 2003.
[2] Los mandatos entregados a los goyim como descendientes de Noé son no rendir culto a las imágenes; no blasfemar; no asesinar; no cometer actos sexuales como el adulterio, las relaciones homosexuales o la zoofilia; no robar; no consumir un animal mientras se encuentra vivo y establecer tribunales de justicia.
[3] Término arameo que significa “vacío”. Posiblemente la expresión sería un equivalente a la española: “cabeza hueca”.