Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos. Mas yo os digo: No juréis de ninguna manera: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer que uno de tus cabellos sea blanco o negro. Mas sea vuestro hablar: Sí, sí; No, no; porque lo que va más allá de esto, del maligno procede.
(Mateo 5, 33-37)
Una vez más, la halajáh de Jesús resulta enormemente reveladora. La Torah establecía una exigencia de veracidad en especial en aquellos casos en que se empeñaba la palabra ante Dios. No resultaba lícito jurar en falso y lo que se hubiera jurado debía ser cumplido. Jesús va mucho más allá. Desde su punto de vista, el juramento surge porque los hombres no se rigen por un comportamiento veraz y sincero y acaban teniendo que recurrir a garantías extraordinarias para dar la sensación de que son dignos de confianza. Por eso, hay que, primero, rechazar todo tipo de juramento y, al mismo tiempo, actuar y hablar de una manera tan veraz que baste con decir sí o no. Las razones son obvias. De entrada, un juramento no garantiza nada por la sencilla razón de que no puede lograr algo tan sencillo como sería cambiar el color del cabello, pero es que, por añadidura, cualquier uso de la palabra que no sea claro y evidente en su contenido muestra un peligroso origen diabólico ya que, al fin y a la postre, el Diablo es el inventor de la mentira.
Ya lo señalado con anterioridad indica de manera sobrada que Jesús era un maestro que enseñaba una halajah muy específica basada en una interpretación peculiar aunque medularmente judía de la Torah. Sin embargo, su originalidad iba más allá y así queda de manifiesto al colocar en el centro de su enseñanza un nuevo precepto que no había sido contemplado hasta entonces por ninguna enseñanza moral.
Si algunos de los filósofos chinos o rabinos como Hillel habían insistido en que no se hiciera a los demás lo que no se deseaba para uno; si la Torah mosaica ordenaba amar al prójimo, entendiendo como tal a los correligionarios de Israel, pero no a los gentiles, Jesús hizo ahora extensivo ese amor incluso a los enemigos y fundamentó el peculiar precepto en el propio carácter de Dios, un Dios que se revelaba como Padre de aquellos que decidían entrar en el Reino: Al respecto, una vez más, sus palabras no pueden resultar más claras:
Habéis oído que se ha dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo. Por el contrario, si alguien te hiere en la mejilla derecha, preséntale también la otra; y al que quiera llevarte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar una carga por espacio de una milla, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera que le prestes, no se lo niegues. Habéis oído que se ha dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿Acaso no es eso lo que hacen los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos ¿qué hacéis de especial? ¿Acaso no hacen también eso los gentiles? Sed, por lo tanto, perfectos, como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.
(Mateo 5, 44-48)
El texto – que sigue impresionándonos por su contundencia – debió resultar verdaderamente sobrecogedor para los contemporáneos de Jesús. No sólo implicaba un rechazo a cualquier tipo de solución violenta - de resistencia antiimperialista dirían hoy algunos – a los problemas de Israel sino que enseñaba incluso a ir más allá de las normas impuestas por el ocupante romano. Éste, por ejemplo, tenía derecho a exigir que cualquier judío llevara la impedimenta de un soldado durante una milla. Jesús, ante semejante norma, no propugnaba ni la negativa ni la resistencia, sino un ejercicio de caridad que aceptara doblar la servidumbre hacia el enemigo. Era cierto que otros judíos, por ejemplo, los sectarios de Qumrán, consideraban un deber religioso el odiar al enemigo que lo mismo podía ser el goy que el judío que no cumplía estrictamente con su visión de la Torah, pero para Jesús la obligación no se traducía en el aborrecimiento sino en orar por él. De esa manera, el comportamiento se asemejaría al de Dios que es misericordioso y que no retira el sol o la lluvia de los malvados.
A fin de cuentas, el apreciar a aquellos que nos hacen bien o que forman parte de la propia familia es un tipo de comportamiento que no implica nada extraordinario. Se podía – se puede – encontrar incluso entre los paganos. De sus discípulos, se esperaba, por el contrario, que cumplieran en el sentido más pleno la vocación de Israel contenida en la Torah, el ser perfecto como lo era Dios (Deuteronomio 18, 13) diferenciándose así de los pueblos paganos sobre los que YHVH se había visto obligado a descargar Su juicio.
Sin embargo, Jesús, a diferencia de no pocos de sus seguidores de siglos posteriores, no defendía que para alcanzar esa meta sus discípulos, los ciudadanos del Reino de Dios, se retiraran a un lugar apartado como Qumrán o se encerraran en la tranquilidad espiritual, siquiera aparente, de las cofradías farisaicas. No. De ellos esperaba que siguieran practicando incluso los mismos ritos religiosos que el resto de los judíos, pero de eso hablaremos en la próxima entrega.
CONTINUARÁ