Con relativa frecuencia, escucho o leo a algunas personas que afirman que no existen pruebas de la existencia histórica de Jesús. Semejante afirmación constituye un clamoroso disparate. Las referencias históricas sobre Jesús, en realidad, son relativamente abundantes sobre todo si tenemos en cuenta el período histórico en que vivió. Aparte de los cuatro Evangelios canónicos – Mateo, Marcos, Lucas y Juan – de cuya antigüedad e historicidad me he ocupado en otras ocasiones, el Nuevo Testamento contiene otros veintitrés escritos en los que se recogen datos sobre la vida y la enseñanza de Jesús. A estas fuentes se añaden distintos escritos apócrifos de valor desigual y referencias patrísticas datables todavía en el siglo I. Sin embargo, ahí no acaban las fuentes históricas. De Jesús, hablan fuentes no cristianas empezando por las clásicas.
Las primeras referencias a Jesús que conocemos fuera del marco cultural y espiritual del cristianismo son las que encontramos en las fuentes clásicas. A pesar de ser limitadas, tienen una importancia considerable porque surgen de un contexto cultural previo al Occidente cristiano y porque – de manera un tanto injustificada – son ocasionalmente las únicas conocidas incluso por personas que se presentan como especialistas en la Historia del cristianismo primitivo. La primera de esas referencias la hallamos en Tácito, un pretor (88 d. de C.) y cónsul (97 d. de C.) que fue el autor de dos de las grandes obras históricas de la Antigüedad clásica: los Anales y las Historias. Tácito menciona de manera concreta el cristianismo en Anales XV, 44, una obra escrita hacia el 115-7. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea, que su fundador había sido un tal Cristo ejecutado por Pilato y que durante el principado de Nerón sus seguidores ya estaban afincados en Roma donde no eran precisamente populares.
La segunda mención a Jesús en las fuentes clásicas la encontramos en Suetonio que ejerció la función de tribuno durante el de Trajano (98-117 d. de C.) y la de secretario ab epistulis en el de Adriano (117-138). En su Vida de los Doce Césares (Claudio XXV), Suetonio menciona una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal “Cresto”. El tal Cresto no era otro que Cristo y, de hecho, los datos coinciden con lo consignado en algunas fuentes cristianas que se refieren a una temprana presencia de cristianos en Roma y al hecho de que en un porcentaje muy elevado eran judíos en aquellos primeros años. Por añadidura, el pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15) tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d. de C.). En cualquier caso no pudo ser posterior al año 52. Una tercera referencia en la Historia clásica la hallamos en Plinio el Joven (61-114 d. de C.). Gobernador de Bitinia bajo Trajano, Plinio menciona en el décimo libro de sus cartas a los cristianos (X, 96, 97). Por sus referencias sabemos que consideraban Dios a Cristo, que se dirigían a él con himnos y oraciones y que se reunían los domingos. Gente pacífica, pese a los maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no dejaron de contar con abandonos en sus filas. Todos los datos coinciden con lo que encontramos en las primeras fuentes cristianas. Sin embargo, más llamativo y mucho menos conocido, fue el denominado Decreto de Nazareth.
En el Cabinet des Médailles de París ha estado desde 1879 una pieza inscrita de mármol que formaba parte de la colección Froehner y que fue hallada el año anterior en Nazareth. La inscripción está en griego - aunque cabe la posibilidad de que se escribiera en latín originalmente - y lleva el encabezamiento de “Diátagma Kaísaros” (decreto de César). Su texto dice: “Es mi deseo que los sepulcros y las tumbas que han sido erigidos como memorial solemne de antepasados o hijos o parientes, permanezcan perpetuamente sin ser molestadas. Quede de manifiesto que, en relación con cualquiera que las haya destruido o que haya sacado de alguna forma los cuerpos que allí estaban enterrados o los haya llevado con ánimo de engañar a otro lugar, cometiendo así un crimen contra los enterrados allí, o haya quitado las losas u otras piedras, ordeno que, contra la tal persona, sea ejecutada la misma pena en relación con los solemnes memoriales de los hombres que la establecida por respeto a los dioses. Pues mucho más respeto se ha de dar a los que están enterrados. Que nadie los moleste en forma alguna. De otra manera es mi voluntad que se condene a muerte a la tal persona por el crimen de expoliar tumbas.”
El análisis paleográfico de la escritura de la inscripción revela que pertenece a la primera mitad del s. I d. de C. Ahora bien, Nazaret está situado en Galilea y esta región sólo fue incorporada a la provincia de Judea - y, consecuentemente, al dominio imperial - en el 44 a. de C. Por lo tanto, el emperador debe ser forzosamente Claudio. ¿Qué pudo provocar que Claudio se ocupara específicamente de ese lugar y más para castigar el robo de tumbas con ánimo de engañar? La explicación más verosímil para semejante norma es que Claudio conocía sobradamente la expansión del cristianismo y que además la base de su empuje descansaba en buena medida en la afirmación de que su fundador, un ajusticiado judío, ahora estaba vivo. Su expansión no era contemplada con agrado por Roma – el sucesor de Claudio acabaría desencadenando una despiadada persecución – y por ello había que evitar que se produjeran episodios parecidos. Por supuesto, la explicación racionalista más sencilla de la resurrección de Jesús consistía en afirmar que el cuerpo había sido robado por los discípulos para engañar a la gente con el relato de la resurrección de su maestro. Considerando, pues, el emperador que la plaga espiritual que suponía el cristianismo provenía de un robo de tumba con ánimo de engañar, determinó la imposición de una pena durísima encaminada a evitar la repetición de tal crimen en la tierra de Israel. La orden adoptó la forma de un rescripto dirigido al procurador de Judea o al legado en Siria y, presumiblemente, se habrían distribuido copias en los lugares de Israel asociados de una manera especial con el movimiento cristiano, lo que implicaría Nazaret y, posiblemente, Jerusalén y Belén. Claudio intentaba atajar nuevas resurrecciones. Vano intento. Los efectos de la que ya había tenido lugar resultaban imparables.