Me llega a este lado del mundo un nuevo libro del nunca bien ponderado Francisco Pérez Abellán cuyo título es Prim, la momia profanada. El general fue, sin duda, uno de los personajes más sugestivos de la España decimonónica.
Durante los últimos meses, he ido desarrollando en distintas entregas una serie en la que he señalado no sólo por qué la reforma del siglo XVI era absolutamente indispensable sino que también he dejado constancia partiendo de las fuentes históricas de cómo la iglesia católica había alcanzado un grado de corrupción del evangelio que apenas permitía calificarla como cristiana en el fondo o en la forma.
Si Cervantes fue la quintaesencia de lo noble y Lope, la exuberancia creativa, don Francisco de Quevedo y Villegas encarnó el dominio de la lengua. Madrileño como los anteriores, logró que su poesía alcanzara los cielos y descendiera a los orinales.
Vivir en el exilio tiene peculiares consecuencias y una de ellas es que la memoria, como si fuera una marea imposible de controlar, nos arrastra hasta las playas del presente los recuerdos más inesperados.
Es tarde avanzada – ya noche – en el sur de Estados Unidos y madrugada en España. Yo, tras más de veinticuatro horas de viaje, acabo de llegar a casa.
Después de Worms, los intentos realizados para volver a remendar, siquiera en parte, la unidad eclesial resultaron, desde luego, fallidos. Quizá el último se agostó en diciembre de 1549 a los tres años de la muerte de Lutero.