No faltan las personas que consideran que no tendrían inconveniente en servir a Dios si Este no los obliga a moverse de su sitio. En otras palabras, la relación con Dios puede resultar buena, incluso gratificante siempre que no esté unida a demasiado movimiento y mucho menos a cambios que puedan apartarnos de nuestras raíces y nuestro entorno. Puedo comprender que haya gente que piense así, pero su visión de las cosas no puede ser más distante de la realidad. Jesús no llamó a las gentes a quedarse tranquilas – en la zona de confort que diría algún necio y no pocos cobardes - donde estaban sino a seguirlo aunque eso significara dejarlo todo. La vida del que cree en Jesús es seguimiento y el seguimiento es imposible cuando se está cómodamente tumbado en un sillón. Seguir es seguir y ese seguimiento puede incluir la muerte más vergonzosa de la época como era, en tiempos de Jesús, la crucifixión. ¿Qué hacer, pues?
Como ya señalamos, una de las características más notables del Mahoma del período posterior a la marcha a Yatrib fue su tarea de legislador. En el curso de estos años, a la vez que daba muestras de notables dotes para la diplomacia y la guerra, fue también creando un nuevo entramado legal que estaría llamado, dadas las pretensiones espirituales de Mahoma, a perdurar a lo largo de los siglos. A decir verdad, en las naciones que han experimentado recientemente la llamada, un tanto ingenuamente, “primavera árabe”, la cuestión que se dibuja como más relevante y actual es hasta qué punto ese ordenamiento jurídico creado por Mahoma sigue vigente en la actualidad y debe imponerse como la mejor normativa posible.
Con Sagrario Fernández-Prieto.
Las noticias económicas del día con César Vidal y Lorenzo Ramírez.
Las noticias del día con César Vidal y María Jesús Alfaya.
El editorial de César Vidal.
Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el jueves 3 de diciembre de 2020.
El desastre de la aventura contra-reformista de Felipe II había sido extraordinario. El monarca, para desgracia de España, no escarmentó. Todavía en 1596, una nueva flota española partió hacia Irlanda con la intención de sublevar a los católicos contra Inglaterra. Fue deshecha por la tempestad antes de salir de aguas españolas. Al año siguiente, otra escuadra más que debía apoderarse de Falmouth y establecerse en Cornualles fue destrozada por el mal tiempo. En estos casos, como en la empresa de Inglaterra, las responsabilidades del desastre no pueden atribuirse ni a los soldados ni a los mandos – Medina Sidonia, en contra de lo que suele decirse, estuvo a la altura de las circunstancias, y el duque de Parma advirtió con realismo de la imposibilidad del empeño – sino al empeño de Felipe II de que España fuera la espada de los intereses de la iglesia católica. En 1588, Isabel I estaba bien desengañada de su intervención en los Países Bajos y más que bien dispuesta a llegar a la paz con España. Semejante solución hubiera convenido a los intereses españoles e incluso hubiera liberado recursos para acabar con el foco rebelde en Flandes. Sin embargo, Felipe II consideraba que era más importante derrocar a Isabel I y así colocar a Inglaterra bajo la obediencia al papa. Con una Escocia gobernada por el católico Jacobo y una Inglaterra sometida de nuevo a Roma, sería cuestión de tiempo que el catolicismo volviera a imperar en Irlanda. Posiblemente, creyó Felipe II que el papa Sixto V proporcionaría ayuda para semejante empresa. Aquí Felipe II, empeñado en no reflexionar sobre la experiencia histórica, cometió un nuevo y craso error. El denominado “pontífice de hierro” era considerablemente corrupto y avaricioso hasta el punto de no dudar en vender oficios eclesiásticos para conseguir fondos y, de hecho, su comportamiento era tan aborrecido que, años después, nada más conocerse la noticia de su muerte, el pueblo de Roma destrozó su estatua. Aunque prometió un millón de ducados de oro a Felipe II si emprendía la campaña contra Inglaterra, lo cierto es que no llegó a desembolsar una blanca. Una vez más, para desgracia suya, España había puesto a disposición de la iglesia católica los hombres, el dinero y los recursos. El coste no fue escaso. El desastre de 1588 costó a España sesenta navíos, veinte mil hombres – incluyendo cinco de sus doce comandantes más veteranos – y junto con enormes gastos materiales, un notable daño en su prestigio en una época especialmente difícil.
Por Pilar Muñoz.
Por Elena Kalinnikova.