En la estación de tren de Nanjing, con unas dimensiones gigantescas, se contempla un letrero publicitario de contenido explícito y revelador.
Las enseñanzas de Confucio resultaban tan sencillas, tan prácticas y, a la vez, tan susceptibles de poder ser llevadas a la práctica sin ocasionar convulsiones que no resulta extraño que tuvieran una enorme influencia de manera casi inmediata.
Hace unos días pasé por El espejo, el programa al que me invita con regularidad su director Juan Manuel Cao. Fue un grato mano a mano en el que hablamos de la ONU, de su cubículo de derechos humanos y del traslado de la embajada de Estados Unidos a Jerusalén.
Constituye casi un tópico hablar del despegue económico chino, pero resulta inevitable. Si se exceptúa el cambio que trajo una revolución industrial nacida de la revolución científica provocada por la Reforma del siglo XVI, jamás en la Historia de la Humanidad se ha avanzado tanto en tan poco tiempo en el terreno económico.
Cuando Pablo exhaló el último aliento sus viajes misioneros contabilizaban, aproximadamente, unos 13.600 kilómetros.
Como ya señalamos, la estructura del evangelio de Mateo repite la división en cinco libros de la Torah mosaica. Al Génesis que es el sermón del monte le seguirá un Éxodo que es el envío, la salida, de los doce apóstoles, base del Israel de Dios, al mundo.
He comentado varias veces la sobresaliente calidad de los excelentes museos de China. Entre esas extraordinarias manifestaciones de cuidado demostrado hacia la Historia ocupa un lugar especial el museo dedicado a la matanza de Nanjing.
El nombre Confucio no es sino la versión hispanizada del chino Kongfuzi (c.551-479 a.C.), una de las figuras que más han influido no sólo en la historia china sino también la universal.
Les contaba en mi última entrega la impresión que me produjo la visita al museo de las Seis dinastías. No menor, desde luego, fue la que surgió de mi paso por el templo de Confucio y la escuela de opositores.