Mientras tanto en Judá, Ajaz fue sucedido por su hijo Ezequías (c.715-687 a. de C.). Ezequías era consciente de la pésima situación espiritual de Judá e impulsó una reforma que tuvo como primer acto una limpieza del clero (2 Crónicas 29: 3-36). Inteligentemente, Ezequías se mantuvo al margen de la rebelión contra Asiria. Lamentablemente, el nuevo rey no supo imponerse a los deseos del pueblo. Pronto quedó de manifiesto que la reforma espiritual no pasaba de algunos retoques cosméticos que no llegó al corazón de las gentes. Por añadidura, para buena parte de los judíos, la sumisión a Asiria – a la que se pagaba un elevado tributo – era intolerable y en el 720, dos años después de la caída del reino de Israel, pareció surgir una oportunidad de convertir sus sueños en realidad. El reino de Etiopía, cuya capital era Napata, invadió Egipto e inauguró la XXII Dinastía, la de los denominados faraones negros. Inmediatamente, el nuevo señor de Egipto envió emisarios a los países vasallos de Asiria para que se alzaran contra su dominio. Filistea, Moab, Edom y Judá se unieron en una coalición anti-asiria. Una vez más, la carne se imponía sobre el espíritu e Isaías no pudo dejar de tocar la trompeta de alarma.
Original como siempre en su manera de anunciar la verdad, Isaías comenzó a recorrer las calles de Jerusalén semidesnudo, como si fuera un esclavo, señalando así el futuro que esperaba a Judá de persistir en su enloquecimiento nacionalista. En un primer momento, pudo parecer que Isaías estaba equivocado. A decir verdad, Sargón II no reaccionó frente a los rebeldes. Incluso en el 705, fue sucedido por su hijo Sennaquerib y, como era habitual, en el proceso de sucesión, las naciones sometidas se alzaron contra el opresor. En el 703, Merodac-Baladán se rebeló en Babilonia y con la ayuda de Elam consiguió establecerse como rey independiente. Inmediatamente, envió mensajeros a Judá y Ezequías lo recibió sin ocultarle nada, un gesto que sólo sirvió para excitar los deseos de Babilonia. La reacción de Isaías fue inmediata. De la manera más directa, afeó al rey lo que había hecho y profetizó que algunos de sus descendientes serían eunucos en el palacio del rey de Babilonia, un vaticinio que tuvo trágico cumplimiento siglos después (39: 5-7). Ezequías no escuchó. Mientras enviaba embajadores a Egipto (30: 1-7; 31: 1-3), se alzaba contra Asiria. El pueblo de Judá respondió con una verdadera oleada de entusiasmo nacionalista volviendo la vista a las armas en lugar de a Dios (22: 8-11). Isaías anunció que el resultado sería el desastre porque la fuerza nunca otorga la seguridad que sólo puede proceder de Dios (29: 13-16). El profeta no pudo ser más claro: la coalición internacional encabezada por Egipto concluiría en un desastre (30: 5-17). Para Isaías, la única garantía de bienestar estaba en volverse a Dios (30: 15) y no en implicarse en alianzas militares (31: 3).
La disyuntiva que planteaba Isaías era clara. El pueblo de Judá debía escoger entre las obras de la carne y la fe en Dios. Lo primero conduciría a un desastre nacional; lo segundo constituía la única alternativa verdadera (7: 9). Sólo el que creyera no sufriría la angustia (28: 16). Sólo el único Dios era garantía (26: 13). Aquellos que, por el contrario, buscaban su seguridad en el rey, en el ejército, en los gobernantes… se verían dramáticamente defraudados.
Como era de esperar, Sennaquerib comenzó una serie de campañas para acabar con los rebeldes. Tras aplastar a los babilonios y elamitas, en el 701, se lanzó sobre Siria y Palestina. Los egipcios enviaron un ejército para enfrentarse con los asirios, pero fue derrotado en Ekrón y Sennaquerib se encaminó entonces hacia Judá. Aterrado por lo que se aproximaba, Ezequías envió unos emisarios al rey asirio mientras estaba en Laquish. Sennaquerib deseaba el pago de un oneroso tributo, pero también dar un escarmiento a Jerusalén. La capital judía debía capitular. Se trataba de una exigencia que Ezequías no podía aceptar, pero que tampoco podía impedir. De hecho, los asirios cercaron la ciudad advirtiendo de lo que le sucedería (2 Reyes 18: 17 ss). Ante esa situación desesperada, Isaías volvió a dirigirse al rey. Jerusalén estaba aterradoramente sola. No había fuerzas ni aliados ni poder humano alguno que pudiera salvarla. Sin embargo, si tenía fe lograría verse libre de aquella desgracia. Una vez más, la contraposición entre fe y obras quedó más que de manifiesto. Las obras humanas sólo habían arrastrado a Judá al desastre; la fe podía salvar el reino.
Fue entonces cuando tuvo lugar un hecho prodigioso que reivindicó la predicación de Isaías. Una plaga – quizá una epidemia de peste – diezmó al ejército asirio a las puertas de Jerusalén. Sennaquerib no tuvo más remedio que retirarse, como había anunciado Isaías, y, al llegar a su capital, Nínive, fue asesinado por sus hijos (2 Reyes 19: 36-7). Desde el año 701 a. de C., Judá siguió siendo un reino vasallo de Asiria. Esarhaddón, hijo de Sennaquerib (681-669 a. de C.) comenzó la conquista de Egipto que concluyó Asurbanipal (669-633). Para entonces, Asiria había llegado a la culminación de su poder. Sin embargo, el tiempo volvería a confirmar los anuncios de Isaías. Asiria desaparecería de la escena internacional y Babilonia se convertiría en la nueva amenaza contra el reino de Judá. Isaías no se equivocaría en sus anuncios. Por el contrario, vez tras vez quedaría de manifiesto que se había referido a una realidad con décadas de antelación. Pero su mensaje – como veremos en otras entregas – se proyectaba hacia un futuro más lejano y relevante.
CONTINUARÁ