Hace apenas unas semanas, un amigo sacerdote me escribía para comentarme que no podía entender que semejante texto formara parte del canon bíblico. Su comentario es comprensible, pero no quita en absoluto el extraordinario valor de este libro. Su título – una traducción griega del Qohelet original – hace referencia a alguien que se refería a la asamblea – sí, la palabra iglesia no tuvo otro significado originalmente que fuera más allá – o, si se prefiere, a la congregación. De ahí que algunas versiones lo viertan como el predicador, un término que no es del todo exacto. El protagonista del libro es alguien que se dirige a la congregación, pero no porque sea un predicador sino por que es un sabio que ha de comunicar su mensaje. ¿Y cuál es ese mensaje? Pues que debajo del sol, todo es vanidad (1: 1-2). Comprender este punto de inicio es esencial para entender el libro – de ahí las dificultades de mi amigo clérigo – porque Eclesiastés o Qohelet describe lo que es el mundo si se cree que sólo existe lo que hay debajo del sol o, como diría un castizo, tejas abajo. No debería por ello sorprender que François Mitterrand pasara sus últimos días releyéndolo o que el enfermo protagonista de la novela Anónimo veneciano regresara a él una y otra vez.
Lo primero que se capta en esa vaciedad – mejor que vanidad – a la que se refiere Qohelet es el paso imparable de las generaciones (1: 4). Con una tierra que permanece siempre como mudo testigo de nuestros hechos, los seres humanos no dejan de pasar (1: 4). Es algo tan cansino como el viento (1: 5) o el ciclo del agua (1: 6). No sólo es cansino. Además es igual (1: 9-10). Para el que conoce la Historia – y a pesar de los cambios – lo que resulta evidente es que la naturaleza humana se manifiesta siempre de maneras similares, tanto que no puede decirse que lo que observamos sea distinto de lo que ya ha sucedido muchas veces (1: 10). Auschwitz podrá ser como Hiroshima un epítome del horror, pero la maldad de corazón que hay detrás ha aparecido en la Historia en multitud de ocasiones aunque, por ejemplo, en vez de las cámaras de gas o el armamento nuclear recurriera al garrote o el empalamiento. El gran problema es que la gente no aprende de la Historia y tampoco recuerda incluso lo que vivió porque el olvido es algo consustancial con el ser humano (1: 11). Si alguien piensa que lo que afirma el Qohelet es exagerado, eche su memoria unos años atrás y rememore cuantas veces ha recordado a los que ya no están entre nosotros por mucho que pesaran en nuestra infancia y juventud. Piense luego en lo que recordarán a esas personas – si tal posibilidad existe siquiera – los que ahora son sus hijos. Por mucho que se hable – y se abuse – de la idea de memoria, la verdad es que todos nos vamos convirtiendo en figuras desvaídas que, al fin y a la postre, se desvanecen por completo en el correr sin pausa del tiempo.
No se trata únicamente de que semejante vaciedad resulte clara en seres insustanciales, obtusos, romos. Esa vanidad de la existencia afecta a todos y el propio Qohelet es un buen ejemplo de ello. Él mismo fue rey en Jerusalén (v. 12), una afirmación que puede apuntar a su identificación con Salomón, pero también a que, en otro tiempo, en la ciudad santa disfrutó de la importancia de un monarca, previsiblemente por su sabiduría. No era un personaje de segunda, ni un simple fanático repetidor de mantras religiosos o un sujeto común y corriente. Por el contrario, se entregó a indagar y a adquirir la sabiduría aún a sabiendas de que era una tarea ardua que exigía esfuerzo (v. 13).
A pesar de todo, las conclusiones a las que llegó “debajo del sol” fueron increíblemente desalentadoras. En primer lugar, que en todo hay vaciedad y sufrimiento para el espíritu (v. 14) y, en segundo, que no hay manera de enderezar lo que está torcido (v. 15). Es verdad que se dedicó a la sabiduría de todo corazón y con un ahínco sin rival y que incluso se acercó a lo absurdo y disparatado para así desentrañar sus secretos (v. 17). Sin embargo, sus conclusiones resultan sobrecogedoras. Guste o no guste aceptarlo, en la sabiduría hay sufrimiento – siquiera a causa de los necios que se van a negar sistemáticamente a escuchar y que incluso pueden resultar agresivos contra los que dicen lo que no les agrada – y además el conocimiento que aumenta trae consigo dolor (v. 18). Personalmente, no abrigo la menor duda sobre la veracidad de lo afirmado por Qohelet.
La sabiduría – cuando se limita a lo que se ve “debajo del sol” – no es un camino hacia la felicidad. Por el contrario, es un continuo enfrentarse con sinsabores y desaires que, en unas ocasiones, proceden de aquellos que se sienten irritados al escucharla y, en otras, del descubrimiento de realidades que resultan todo menos agradables. ¿Exageraba Qohelet? Que piense el lector en aquellas personas a las que ayudó para descubrir que eran unos ingratos miserables y traicioneros; en aquellos amigos que creyó tener, pero que actuaban fundamentalmente en beneficio propio; en aquellos individuos a los que comunicó verdades obtenidas tras arduos esfuerzos sólo para comprobar cómo se las arrojaban a la cara enfurecidos porque preferían los ídolos ante los que se inclinaban; en aquellos seres a los que trató con una generosidad que no merecían y que, sin embargo, no dudaron en afrentarlo en público. Que rememore también el que recorre estas líneas a todos los famosos que pudo conocer de una u otra manera en algún momento de su vida y que, a continuación, intente saber qué fue de ellos. Comprobará sin mucha dificultad que Qohelet no planteaba más que una realidad accesible para cualquiera que no se cegara. La pregunta que surge ahora es: ¿acaso no seríamos más felices sin en vez de buscar la sabiduría tan sólo intentáramos librarnos de preocupaciones y pasarlo de la mejor manera posible? Pero de la respuesta a esa posibilidad hablaremos en la siguiente entrega.
CONTINUARÁ