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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

Estudio Bíblico XIV. Los libros históricos (III): I Samuel

Viernes, 23 de Enero de 2015

La Historia religiosa – como la nacional – suele caracterizarse por la dosificación de la mentira. Pretende a fin de cuentas mantener a los fieles en el redil y así, de manera conveniente, oculta, resalta o tergiversa tal o cual episodio histórico. Hasta bien entrado el siglo XX, por ejemplo, de san Francisco Javier se podía alabar que entre las primeras medidas que impulsó al llegar a Oriente fuera la de implantar la inquisición para que arrojara al fuego a los herejes.

​A estas alturas de la Historia, el episodio ha desaparecido y sólo se le ocurriría mencionarlo a los historiadores despistados o imparciales. Los ejemplos podrían multiplicarse especialmente cuando se recuerda la Historia del papado, una de las más sanguinarias de Occidente, pero que pocos, muy pocos conocen y que suelen silenciar los que la conocen. Los ejemplos no hay que adscribirlos sólo a la iglesia católica. Lo mismo encontramos en el islam – especialmente si busca adeptos en occidente – en el hinduismo y en tantas otras fes. El poder queda consagrado por encima de la verdad y así se ve en la manera en que manipula la Historia. Es una actitud radicalmente distinta la que hallamos en la Biblia – no en el judaísmo, pero sí en la Biblia – donde la verdad está por encima de personajes – por muy importantes que sean – e instituciones. El primer libro de Samuel es un claro ejemplo de ello.

Su relato comienza con la estéril Ana que se dirige a Dios para poder tener hijos y que agradece que sus oraciones sean escuchadas dejando a su retoño, Samuel, al servicio del santuario de Silo. Samuel sería testigo desde el inicio de su vida de la opresión a que los filisteos sometían a Israel, pero también de la necedad militarista de los israelíes que se tradujo en la pérdida del arca en manos de sus enemigos (c. 4-5). Pero, por encima de todo, Samuel contemplaría como Israel en bloque decidiría seguir el camino de las otras naciones en lugar del marcado por Dios optando por el establecimiento de la monarquía. Al respecto, el capítulo 8 no puede ser más elocuente. Israel había perdido totalmente la perspectiva espiritual porque aquella petición implicaba un abandono de Dios (8: 7-8). Sin embargo, incluso en la necedad mundana de los israelitas Dios estaba actuando.

El resultado de aquella elección popular – sí, los pueblos en ocasiones se equivocan y gravemente al llevar a cabo una elección – fue la unción de Saúl, un israelita de la tribu de Benjamín, como monarca (c. 9-10). El hecho de que Saúl, como los antiguos jueces, venciera las amenazas exteriores (c. 11-14) sólo sirvió para confirmar el optimismo de la gente. Pero Saúl constituiría un ejemplo de cómo apoyarse más en el deseo de agradar al pueblo que en la obediencia a Dios tiene nefastas consecuencias (c. 15). Era una conducta que Dios no estaba dispuesto a permitir y que derivó en el rechazo de Saúl y en la elección de un joven pastor llamado David. La manera en que ambas vidas se cruzaron pone de manifiesto cómo los caminos de la Providencia sobrepasan el entendimiento humano. Saúl se vio sumido en accesos de depresión y sólo lo que ahora denominaríamos sesiones de musicoterapia lo aliviaban (c. 16: 14 ss). El intérprete no era otro que David. Cuando ese mismo David se enfrentó con éxito con el filisteo Goliat que había desafiado a las tropas de Israel, su destino en la corte de Saúl pareció sellado (c. 17). Incluso Jonatán, uno de los hijos de Saúl, trabó amistad con David, pero semejante circunstancia no evitó que el rey procurara deshacerse de un súbdito noble que le era útil, pero al que había comenzado a envidiar (c. 19). Fue la amistad con Jonatán la que salvó a David de la muerte (c. 20), pero no del exilio (c. 21). Perseguido incluso en esa circunstancia, David no quiso quitar la vida a Saúl a pesar de tener oportunidad para ello (c. 24), pero se vio obligado a llevar una existencia de perseguido. Con todo, incluso en medio de esas circunstancias, no se vio abandonado por Dios. Conoció y contrajo matrimonio con Abigail (c. 25), un número considerable de seguidores se le sumaron y encontró refugio entre los filisteos, los enemigos por antonomasia de Israel (c. 27).

Un Saúl cada vez más desesperado acudió a consultar a una adivina – sí, no sucede sólo entre los políticos españoles – para acabar escuchando que sus días estaban contados (c. 28). Sólo la desconfianza de los filisteos hacia David evitó que éste tuviera que verse ante la tesitura de combatir contra Saúl porque lo cierto es que aquellos decidieron someter de una vez por toda a los israelitas. Saúl y sus hijos fueron derrotados militarmente en el monte de Gilboa y el rey optó por quitarse la vida para no caer en manos de sus enemigos.

Se mire cómo se mire, son muchos los que quedan mal en el relato. De entrada, el pueblo de Israel fue incapaz de estar a la altura de las circunstancias e intentó enfrentarse con sus problemas siendo como todos los reinos, es decir, todo lo contrario de lo que constituye la esencia de su llamado. Saúl, el primer rey, también dejó de manifiesto que valoraba más su popularidad que la obediencia a Dios y no dudó en perseguir al mejor del reino impulsándolo al exilio. Al fin y a la postre, todo concluyó con un desastre nacional en el monte Gilboa. Ante nosotros, no se ha negado nada, no se ha ocultado nada, no se ha escamoteado nada porque la Biblia es un libro fiel a la verdad y no al servicio de intereses. Volveremos a encontrarnos con esa característica una y otra vez en entregas sucesivas. Y también con otra no menos relevante: a pesar de los errores, de la necedad, de la ingratitud, de los pecados de los hombres, Dios siempre lleva a cabo Sus propósitos.

 

Lecturas recomendadas: El llamamiento de Samuel (c. 3); Los filisteos se apoderan del arca (c. 4-5); Israel pide un rey (c. 8); Saúl se convierte en rey (c. 9-10); Samuel se despide del pueblo (c. 12); Saúl es rechazado (c. 15); David vence a Goliat (c. 17); Saúl intenta matar a David (c. 19); David huye de Saúl (c. 21); Saúl consulta a la adivina (c. 28); Muerte de Saúl y de sus hijos (c. 31).

 

CONTINUARÁ:

ESTUDIO BÍBLICO XV

Los libros históricos (IV): II Samuel

 

 

El Evangelio de Marcos

El Dios que desciende (1: 40-45)

La enfermedad más terrible en la Biblia es la lepra. No deja de ser significativo, por ejemplo, que entre los cometidos que Jesús asignó a los apóstoles estuviera precisamente el de “limpiar a los leprosos” (Mateo 10: 8).

La palabra lepra designaba, al menos, tres clases de enfermedad. La primera era la lepra nodular o tubercular. En las articulaciones se producían letargia y dolores para aparecer, a continuación, manchas en la espalda. Luego surgían pequeños nódulos – al principio, rosados y luego marrones – en las mejillas, nariz, labios y frente. En poco tiempo, la cara y el cuerpo quedaban destruidos; la voz enronquecía y el paciente pasaba a ser una masa de úlceras. Al cabo de nueve años y de un deterioro mental creciente, el leproso moría.

 

El segundo tipo de lepra era la conocida como anestésica. Sus estadios iniciales eran semejantes, pero los nervios se veían afectados hasta tal punto que las quemaduras no ocasionaban dolor al enfermo. Sin embargo, era bastante común que los pies y las manos acabaran cayéndose. El paciente podía vivir en ese estado entre veinte y treinta años.

La tercera clase de lepra era una mezcla de los dos tipos mencionados.

En la época de Jesús, la lepra era una enfermedad muy corriente en Palestina aunque la palabra “tsaraat” contenida en el libro del Levítico capítulo 13 no sólo designaba a la lepra propiamente dicha sino también a enfermedades cutáneas como la psoriasis, a distintos tipos de hongos que afectaban a la ropa y a parásitos que afectaban la madera y la piedra de las casas.

Padecer lepra significaba:

1. Sufrir el alejamiento de otros seres humanos

2. Vivir solo – a lo sumo con otros leprosos – en descampado.

3. Caminar con ropas desgarradas, cabeza descubierta, una cobertura sobre el labio superior y gritando: ¡Impuro! ¡Impuro!

A decir verdad, ser leproso equivalía a una muerte en vida.

El leproso que se acercó a Jesús.

1. Demostró valor. Podía haberse llevado más de una pedrada en su intento de acercarse a gentes que no padecían su terrible enfermedad. Existía un riesgo, pero decidió enfrentarse con él.

2. Formuló una afirmación. No acudió a Jesús a ver si tenía suerte y recibía alivio en su dolencia. Por el contrario, afirmó desde el principio en lo que creía. Creía que Jesús podía curarlo, pero tenía que querer hacerlo.

 

La respuesta de Jesús fue de una claridad innegable.

1. Actuó movido por la compasión – un término griego que indica que las entrañas se conmueven ante la vista de una necesidad (v. 41). En Jesús no operó, por ejemplo, el deseo de que su acción ganara adeptos para su grupo o de que llovieran donativos para el santuario que se crearía en el lugar de la curación. Todo aquello estaba muy apartado de su ánimo. Actuó porque sintió compasión hacia aquel hombre.

2. Extendió la mano y tocó al leproso. Podía haberlo curado con una simple orden verbal como en otras ocasiones, pero Jesús sabía la importancia de ese contacto para un leproso. Durante años, quizá décadas, aquel hombre no había percibido contacto humano alguno. A lo sumo había visto las manos de sus semejantes como un instrumento para alejarlo de su presencia o lanzarle piedras. Ahora, Jesús lo devolvía a un mundo del que había sido expulsado mucho tiempo atrás.

3. Respondió. Jesús habló y habló al corazón del leproso. No gritó, no lanzó consignas, no leyó una fórmula de un libro, no le arrojó agua bendita. Simplemente, le dijo que quería que curara y dio la orden de que quedara limpio.

Es curioso el verbo – kazaridso – que Marcos emplea para describir esa limpieza y el empleo que tiene a lo largo del Nuevo Testamento, pero de eso hablaremos otro día.

CONTINUARÁ

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