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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Estudio Bíblico XVIII. Los libros históricos (VII): I Crónicas

Viernes, 20 de Febrero de 2015

Si la Biblia se hubiera limitado a tener en su canon los dos libros de Samuel y los dos de Reyes contaríamos con una información más que suficiente – e imparcial – sobre la monarquía de Israel, monarquía que, como recordarán los lectores, sólo se mantuvo unida durante los reinados de David y Salomón y del desdichado Saúl, predecesor de ambos.

​Por supuesto, la perspectiva del autor o autores fue siempre más espiritual que política – a decir verdad, explicaba la política desde el ámbito espiritual – pero nos permite reconstruir esos siglos con bastante amplitud. Con bastante quizá para nosotros, pero no para una mentalidad judía deseosa de consignar las líneas genealógicas que no sólo aseguraban la legitimidad de ciertas familias sino también la transmisión del hilo familiar que debía concluir en el mesías. Eso explica que, cubriendo también el reinado de David, I Crónicas pueda sumar elementos hasta entonces no señalados. Los nueve primeros capítulos son, de hecho, una consignación de genealogías que desembocan en la muerte de Saúl y sus hijos combatiendo contra los filisteos (c. 10) y la proclamación de David como rey (c. 11). Pero esas genealogías reemergerán a lo largo del texto una y otra vez para explicar el servicio del templo o el ejército de David. Aburrida para muchos, sin duda, pero más que útiles para un pueblo que pensaba volver del exilio babilónico y reanudar su vida de mejor manera a aquella que había provocado la terrible aniquilación del reino de Judá.

Así, por ejemplo, I Crónicas nos explica por qué David, a pesar de su pacto con Dios (c. 17), no podía ser el constructor del templo de Jerusalén ya que había derramado sangre y sólo un hombre de paz podía emprender esa tarea (22: 8-9). La afirmación puede resultar chocante cuando uno piensa en catedrales y monasterios erigidos por reyes guerreros, pero debería llamar a reflexión acerca de lo que Dios espera de las personas. De manera semejante, en el c. 21 comparado con el 24 de II Samuel podemos ver cómo incluso las acciones de Satanás no escapan del control de Dios, un tema, por cierto, que tratará con especial genialidad el libro de Job. Pero, por encima de todo, II Crónicas nos muestra a un David de acuerdo al corazón de Dios, un personaje que no pretende merecer nada de lo recibido, que acepta con humildad no construir el templo porque lo que Dios le ha dado ya excede con mucho lo que podría pensar y que sabe que Dios es soberano y a El le debemos todo. Que David incurrió en pecados horrendos es algo que relata la Biblia – el tema es tan espinoso que son proverbiales las discusiones rabínicas para negar esa circunstancia – pero también señala cómo la mano de Dios cayó sobre él por esa conducta, cómo su arrepentimiento fue más que sincero – léase al respecto el Salmo 51 – y cómo la sencillez de corazón no lo abandonó nunca, precisamente esa sencillez humilde que porque no contempla méritos propios permite que recibamos las bendiciones de Dios.

Lecturas recomendadas:

El pacto de Dios con David (c. 17); David da instrucciones a Salomón (c. 22) y David se despide del pueblo (c. 29).

CONTINUARÁ:

Los libros históricos (VIII): II Crónicas

 

 

 

El Evangelio de Marcos

El Reino vs. la religión (I): 2: 1-12

Si el capítulo 1 de Marcos constituye una presentación del Rey-mesías y de cómo es su Reino, a partir del capítulo 2, el evangelista va a mostrarnos cómo ese Reino, por su propia naturaleza, va a chocar con la religión organizada que comprende, siquiera de manera intuitiva, que constituye una terrible amenaza para ella. El primero de estos episodios es el del paralítico.

La vida en la Palestina de la época era, como en otras zonas del Mediterráneo, muy al aire libre. Quien visitara Galilea, Decápolis o Judea lo habría captado desde el inicio. No sólo es que las noticias corrían como la pólvora – no digamos ya si llegaba un personaje llamativo como Jesús – sino que además las puertas siempre estaban abiertas. Se abrían por la mañana; sólo se cerraban en casos excepcionales durante el día y en las casas humildes ni siquiera existía un recibidor sino que la puerta de la calle daba directamente a una habitación. No sorprende que, como señala Marcos, la gente entrara en la casa para escuchar a Jesús y pronto la abarrotara.

Fue entonces cuando cuatro personas llegaron hasta el lugar llevando la camilla en la que descansaba un amigo paralítico. Sin duda, habían escuchado que Jesús sanaba a los enfermos y deseaban que aquel hombre también se beneficiara del poder curador del predicador. El problema era que había ya tanta gente que resultaba imposible acercarse. Sin embargo, no se desanimaron.

A la sazón, la techumbre de muchas casas era plana y servía también ocasionalmente de azotea. Su trazado consistía en algunas vigas tendidas de manera transversal sobre la casa y sobre las que se depositaba una mezcla de barro y paja o serrín. Se accedía generalmente por una escalera exterior y la gente podía subir para descansar e incluso dormir en días calurosos. Previsiblemente, los cuatro amigos subieron hasta el techo y luego lo agujerearon – una tarea no especialmente difícil – para dejar pasar por el hueco la camilla en la que yacía el paralítico. De esa manera, el desdichado se encontró frente a frente con Jesús.

El versículo 5 señala que, “al ver Jesús su fe”, dijo al hombre que sus pecados quedaban perdonados. Aquella afirmación resultaba, como mínimo, escandalosa. No es que los judíos de la época no vieran relación entre el pecado y la enfermedad. Todo lo contrario. La mayoría de ellos estaba convencida – hay ejemplos en otros episodios de los evangelios – de que la enfermedad estaba íntimamente vinculada con el pecado. Lo que resultaba intolerable para algunos de los presentes era la manera en que Jesús había realizado semejante afirmación. De un judío pecador se esperaba que ofreciera un sacrificio en el templo controlado por la casta sacerdotal. Sólo después de haberse sometido a un sistema que el mismo Jesús calificaría de cueva de ladrones, aquel paralítico podía sentir que Dios lo escucharía y esperar el perdón de sus pecados y quizá su curación. Eso era lo establecido, lo enseñado, lo exigido, lo ineludible y ahora aquel Jesús se permitía anunciar que aquel hombre era perdonado porque tenía fe. ¡Intolerable! ¡Inaceptable! ¡Insoportable! Sólo Dios podía perdonar los pecados y lo hacía a través de los sacerdotes de Jerusalén… aquel Jesús blasfemaba.

 

Jesús captó a la perfección lo que se movía en el corazón de alguno de los presentes. Decidió, por ello, dar una prueba definitiva de que era él quien tenía razón y no los que subordinaban todo a un sistema corrupto. Fue así como les preguntó qué era más fácil, si afirmar que los pecados de aquel hombre estaban perdonados u ordenarle que se levantara y echara a andar. Antes de que pudieran responder, señaló que para que pudieran ver que el Hijo del hombre tenía el poder para perdonar pecados ordenaba en ese momento al paralítico que caminara (v. 9-11)… y el paralítico se levantó y echó a andar.

No puede sorprender la sorpresa de la gente al contemplar lo sucedido ni tampoco que glorificaran a Dios o que reconocieran con sencillez que nunca habían visto nada parecido (v. 12). Ciertamente así era porque el Reino de Dios se manifestaba de una manera que nunca habían contemplado en la religión que conocían. Su experiencia era la de una sumisión a castas religiosas que los juzgaban con desprecio y altanería, que los sobrecargaban con mandatos derivados de tradiciones humanas y que pretendían monopolizar el perdón de los pecados. Y ahora llegaba Jesús y actuaba de una manera totalmente distinta.

1. El perdón no era fruto de un ritual desarrollado en el templo. Era un regalo de Dios que podía recibirse incluso en una casa sin tejado.

2. El perdón no estaba en manos de una casta sacerdotal que decía impartirlo en nombre de Dios. Por el contrario, emanaba directamente de Dios y era proclamado por el mesías-Siervo.

3. El perdón no era adquirido por méritos, obras y rituales. Como Jesús anunció, el perdón era un regalo gratuito e inmerecido de Dios que se recibe a través de la fe, la misma fe que vio en aquella gente y

4. El perdón se podía VER de manera clara. Aquel paralítico no fue el mismo después de aquel episodio. Se levantó y caminó. Quizá uno de los argumentos más sólidos en contra de creer que determinadas personas pueden perdonar pecados esté en la manera en que la vida de los supuestamente perdonados sigue exactamente igual que antes de pronunciarse la absolución. No fue lo que sucedió en esta ocasión.

 

Por supuesto, siempre habrá gente que prefiera quedarse con su clero, sus rituales, sus anuncios de absolución, su insistencia en que sólo sus sacerdotes pueden perdonar pecados… sucedía igual en la época de Jesús. Pero el anuncio del Reino es muy diferente y aún continua vigente: veo tu fe, recibe pues el perdón de tus pecados, levántate y anda.

CONTINUARÁ:

El Reino vs. la religión (II): 2: 13-17

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