Jueves, 28 de Marzo de 2024

Los libros históricos (XII): Esther

Viernes, 27 de Marzo de 2015
No todos los judíos exiliados en Babilonia regresaron – como Zorobabel, Esdras y Nehemías – a su solar patrio. A decir verdad, no fueron pocos los que consideraron que dar ese paso constituía una señal de imprudencia y más cuando la vida resultaba placentera en el suelo donde estaban asentados.

Esta circunstancia suele ser poco conocida y muchos creen que la Diáspora judía se inició con el final del Segundo Templo en el año 70 d. de C., A decir verdad, comenzó en el siglo VI a. de C., con la deportación a Babilonia ya que desde entonces la mayoría de los judíos no ha vivido en su tierra. En la época de Jesús, por ejemplo, sólo un tercio vivía en Erets Israel mientras que dos terceras partes se hallaban en el exterior y esa situación no ha cambiado ni siquiera con la fundación en 1948 del estado de Israel. Esther nos relata un episodio de la vida de los judíos en la Diáspora – en este caso en el imperio persa – dejando de manifiesto cómo, al igual que sucedería en los siglos venideros, podía alcanzar cotas muy relevantes de poder e influencia y, a la vez, sufrir de inmensa fragilidad.

La historia se desarrolló durante el reinado del persa Asuero al que conocemos mejor por el nombre de Jerjes y su participación en la segunda guerra médica donde, por ejemplo, aplastó a los 300 de Leónidas en las Termópilas, pero fue derrotado por los atenienses en Salamina. De manera bien reveladora, Jerjes no toleró que su esposa Vasti no acudiera cuando la llamó para participar en una fiesta y se divorció de ella (c. 1). En algunas sociedades, como la española, donde se contempla muchas veces como un hecho normal que la esposa se ría del marido delante de otras personas realizando comentarios burlones, la posición de Jerjes puede parecer extrema, pero lo cierto es que los persas se tomaban muy en serio el respeto entre cónyuges y el rey de forma aún más acentuada si cabe. Sea como sea, el rey decidió buscarse otra esposa y, tras un cuidado escrutinio de las mujeres de su reino, eligió a una judía llamada Esther (c. 2). La elección vino propiciada por el hecho de que uno de los personajes más relevantes de la corte era un judío llamado Mardoqueo - un hijo del tío de Esther – que adelantó su candidatura.

Como en tantas ocasiones a lo largo de la Historia – la Europa católica de la Edad Media es uno de los ejemplos más claros – los judíos de corte se encontraban en una situación peculiar. Por un lado, habían alcanzado una posición que solía deberse a sus méritos y mejor preparación; pero, por otro, esa circunstancia provocaba envidias y odios. Si en España, obispos, nobles, frailes y pueblo llano andaban a la espera de que el judío cayera para mover a la casilla vacía a uno de los suyos; en Persia, existía un personaje llamado Amán que deseaba exactamente lo mismo (c. 3). Los argumentos dados por Amán (3: 8) al rey de Persia fueron repetidos durante el Medievo por frailes, obispos y papas a nobles y monarcas. Los judíos son gente que tiene sus propias leyes, que no guardan la legislación del país y que no benefician a nadie. En ocasiones, semejantes acciones acababan con la expulsión, con normas discriminatorias o confiscatorias o con baños de sangre. Amán estaba determinado a lo último y no le debió costar convencer a un rey que había sufrido un durísimo revés contra unos extranjeros llamados griegos. Como en tantas crisis, el nacionalismo – y el odio al otro – pareció una buena salida.

En medio de esa situación extremadamente amenazadora, Mardoqueo acudió a su prima Esther. La muchacha no experimentó precisamente alegría al escuchar a Mardoqueo. Era plenamente consciente de que su situación privilegiada peligraría (4: 10-11) y quien podía asegurar que no le sucedería algo peor. A lo largo de la Historia no son pocos los judíos – y los cristianos – que ante una situación de riesgo para su pueblo han preferido confundirse con el paisaje a la espera de verse libres de la desgracia. Pero la respuesta de Mardoqueo no pudo ser más clara. Más tarde o más temprano, Esther y su familia acabarían pereciendo ante planes semejantes. Efectivamente, los judíos que pensaron escapar de la persecución en la España de los Reyes Católicos convirtiéndose en católicos no tardaron en darse cuenta de que su sangre era impura en términos legales y de que eran objetivos privilegiados de la Inquisición. Cuando algunos incluso abrazaron la Reforma en el siglo XVI su destino ya fue directamente la hoguera. No, volver la mirada hacia otro lado a la espera de que todo amaine no siempre – juicios morales aparte - da resultado. Pero además existe otro factor que Mardoqueo le señaló a Esther. En esta vida, lo que sucede tiene una razón de ser y esa razón de ser no suele ser nuestro mero disfrute. Esther era reina y gozaba de una posición envidiable, pero ¿qué le hacía pensar que había llegado hasta ahí para beneficio propio? Y ¿si todo se debía a que Dios la había colocado en ese puesto para salvar a Su pueblo? (3: 14).

Esther se sintió conmovida por aquellas palabras y pidió a Mardoqueo que los judíos comenzaran a orar con ella mientras se dirigía a un rey que era su esposo, pero que también podía ser su verdugo (4: 15-17). .

El resto del libro constituye una trama más que atractiva en la que Esther invita al rey y a Amán y consigue, no sin serios riesgos, ir abriendo el terreno para la liberación de su pueblo y el castigo del que había pensado aniquilarlo (c. 5, 6 y 7). Finalmente, el mismo Asuero decretaría la norma que permitiría que los judíos se pudieran defender (c. 8) y derrotar a sus enemigos (c. 9).

Todavía en la actualidad, los judíos siguen recordando la Historia de la liberación experimentada gracias a la valentía de Esther. Sin embargo, las lecciones del libro van mucho más allá. Entre ellas, sin duda la más importante es la que nos recuerda que no hemos aprendido una profesión, pasado a dirigir un medio, alcanzado una cualificación o desempeñado un trabajo o una ocupación fundamentalmente para nuestro único deleite o beneficio. En realidad, lo más seguro es que Dios nos haya situado allí para Sus propósitos y, precisamente por ello, debemos de estar más que gustosos de arriesgar su pérdida e incluso la de nuestra vida por El y por los demás. Como hizo Esther.

Lectura recomendada: Esther es un libro breve. Léalo entero

Próxima semana: Los libros sapienciales (I): Job

 

El Reino vs. la religión (V): Marcos 3: 1-6

En la última entrega tuvimos ocasión de ver cómo Jesús relativizaba la cuestión del shabbat cuando se enfrentaba con la necesidad del ser humano. El que se extremara el cumplimiento de una norma religiosa hasta el punto de corromper su finalidad inicial y de esclavizar a las personas resulta totalmente intolerable en el Reino. El shabbat fue dado para que se pudiera descansar del trabajo y adorar a Dios alegremente no para que se transformara en una losa pesada descargada sobre los hombros de los infelices. Menos aún es tolerable el valerse de la norma religiosa para impedir hacer el bien. En este caso, el episodio se desarrolló en una sinagoga.

Como era habitual en Jesús – fiel judío a fin de cuentas – en sábado acudió a la sinagoga y allí encontró a un hombre que tenía una mano seca. Que el drama se mascaba en el ambiente se puede deducir del hecho de que había quien estaba al acecho para ver qué haría Jesús (3: 2). En otras palabras, lo interesante no era comprobar lo que podía decir o hacer Jesús y a partir de ahí extraer unas u otras conclusiones. Jesús ya estaba condenado a los ojos de los que tenían un prejuicio arraigado y tan sólo andaban a la busca de que Jesús hiciera algo que les permitiera lanzar gritos al aire porque había confirmado la condena que previamente habían emitido. He tenido ocasión de contemplar esa actitud muchas veces a lo largo de mi vida. Ciertas personas no preguntan, indagan o discuten en busca de la verdad o de un esclarecimiento. Simplemente, tienden celadas para que los pies del otro se enreden y caigan. Entonces podrán, regocijados, señalar que lo que ellos sospechaban era cierto. A algunas personas esas situaciones les paralizan llevándolas a intentar suavizar su mensaje o a intentar no causar ofensa a los que ya parten de sentirse ofendidos. No era como actuaba Jesús.

 

Jesús pidió al hombre de la mano seca que se colocara en medio de todos (3: 3) y luego formuló una pregunta: ¿en sábado que era lo lícito, hacer el bien o hacer el mal; salvar la vida o quitarla? La pregunta apuntaba al centro de la llaga y no puede sorprender que sólo recibiera el silencio. Si respondían que lo lícito era hacer el bien, tendrían que reconocer que Jesús podía sanar a aquel hombre y si respondían que no… bueno, ya habían escuchado que Jesús argumentaba con brillantez aquello de que el hombre no había sido hecho para el shabbat. Optaron, pues, por guardar silencio.

La reacción de Jesús fue de indignación y tristeza (3: 5). Ambos sentimientos desde los griegos parecen intolerables en algo que se acerque a la Divinidad, pero resultan más que comprensibles. Determinadas conductas sólo pueden provocar la indignación y la pesadumbre. Ante nuestros ojos se extiende el dolor, el sufrimiento, la esclavitud y, a la vez, el prejuicio religioso – la dureza de corazón dice Marcos – impide que se remedie cualquiera de esas situaciones. ¡Qué lejos está esa visión del Reino de Dios predicado por Jesús! No sorprende que Jesús ordenara al hombre que extendiera la mano (4: 5) y que aquel quedara curado. Al final, lo importante es en el Reino el remediar el sufrimiento y no el levantar muros en los que queden recluidas las personas.

Las acciones de ese tipo no son, sin embargo, la mejor garantía para la popularidad. De hecho, suelen ser el camino directo para el odio de aquellos que se benefician de la existencia de cadenas religiosas. Es conocida la conversación entre Erasmo de Rotterdam y Carlos V a propósito de Lutero. El emperador deseaba saber la opinión del humanista acerca de lo que había escrito el monje alemán. La respuesta de Erasmo – sincera y cínica a la vez – fue que Lutero, ciertamente, tenía la razón en lo que decía, pero que había cometido dos errores: atacar la tiara de los prelados y la panza de los frailes. Erasmo conocía lo suficientemente bien las Escrituras como para saber que Lutero acertaba en su visión, pero, a la vez, consideraba que había sido lo suficientemente ingenuo como para no percatarse de que aquella visión significaba el final de un sistema gigantesco de poder ilimitado y de lucro fabuloso. Al actuar así, había puesto en peligro su vida. Salvando las distancias, no otra cosa sucedió con Jesús. Tras aquel episodio (3: 6), fariseos y herodianos llegaron a la conclusión de que Jesús debía ser eliminado. Se mirara como se mirara, un personaje que predicaba el Reino y que dejaba de manifiesto cómo colisionaba con la religión organizada era un peligro. Aquel Reino dejaba al desnudo la verdadera naturaleza de otros reinos y, por añadidura, la realidad inquietante de la religión. Sí, había que acabar con él.

 

Próxima semana: El Reino vs. la religión (VI): Marcos 3: 7-35

 

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