Sábado, 20 de Abril de 2024

Los libros sapienciales (I): Job (I)

Viernes, 3 de Abril de 2015
El libro de Job inicia en las Biblias cristianas una sección que se conoce convencionalmente como “sapienciales”, es decir, textos relacionados con la sabiduría. Que el primero sea Job tiene no poca lógica y eso por varias razones.

La primera es que Job se sitúa en una época anterior a la Historia de Israel como nación en las cercanías del período de los Patriarcas. Por lo tanto, puestos a recoger la herencia sapiencial, se trataría del primer libro. La segunda es que no pocos autores judíos identificaron al autor de Job con el propio Moisés. Parecía, pues, obligado situarlo el primero de los libros sapienciales. Finalmente, Job aborda un tema especialmente delicado para los sabios de todos los tiempos. Nos referimos al problema del mal y, muy especialmente, el mal que recae sobre gente que es recta. El libro de Joba aborda esa espinosa cuestión desde una perspectiva no sólo brillante en términos literarios sino muy profunda en los aspectos teológicos aunque debe adelantarse que nada relacionada con la visión popular de Job. Es común en naciones como España hacer referencia a “tener más paciencia que el santo Job”, cuando lo cierto es que, como tendremos ocasión de ver, Job fue un gran cuestionador de lo que le rodeaba y planteó un desafío continuo a una visión religiosa – que no espiritual – del mundo.

El año pasado estuve enseñando sobre este libro a lo largo de casi ocho meses en reuniones semanales. Dado que se trató sólo de un acercamiento y no de un estudio versículo por versículo puede imaginar el lector la complejidad del texto y seguramente perdonará que le dedique más de una entrega. También prometo que procuraré no extenderme en exceso llevado por el entusiasmo.

De entrada, el libro de Job plantea una situación que sólo el lector y el autor comparten y que es clave: lo que se juega en la historia es algo que ni Job ni sus amigos saben y que va mucho más allá de sus visiones limitadas. Job era un hombre natural de Uz, la patria de la hija de Edom y del sobrino de Abraham (Génesis 22: 20-21). Uno de los amigos de Job, Elifaz, era descendiente de Temán, un nieto de Esaú (Génesis 36: 11) y otro, Bildad, descendía de Shuah, uno de los hijos de Abraham (Génesis 25: 2). Pero, por encima de consideraciones geográficas o familiares, Job era recto y próspero, condiciones que para muchos deben ir ligadas indefectiblemente. La rectitud de Job se manifestaba incluso en el hecho de que ofrecía sacrificios expiatorios por sus hijos por temor de que hubieran podido ofender a Dios (1: 1-5). Con todo, no dejaba de ser un rico en una tierra pobre.

Un día, los “hijos de Dios” – uno de los términos para denominar a los ángeles – comparecieron ante Dios y entre ellos se encontraba el Satán, es decir, el Adversario u Opositor (1: 7). A la referencia a Job como hombre recto realizada por Dios, le faltó tiempo a Satán para señalar que es fácil ser recto cuando todo va bien (1: 9-10). La objeción satánica, desde luego, la hemos escuchado en infinidad de ocasiones. Creer en Dios e incluso vivir según Sus mandatos no parece que sea gran cosa cuando la economía doméstica funciona bien y además la familia es una balsa de aceite. Pero ¿qué sucedería si a esas personas que afirman ser creyentes se les privara de esa situación que, desde muchos puntos de vista, es privilegiada? Satán le planteó la misma cuestión a Dios y, por añadidura, le indicó que no había duda de que Job blasfemaría si perdiera todo (1: 11). En otras palabras, la cuestión que se plantea es: ¿en verdad habrá gente que siga siendo fiel a Dios si experimenta pérdidas en su economía, en su salud, en su familia…? De manera bien reveladora, Dios consintió que Satán verificara sus tesis en Job, aunque sin permitirle que lo hiriera directamente (1: 12).

El Satán no pasó el límite, pero lo aprovechó hasta el final. En una serie de golpes consecutivos (1: 13-21), aniquiló la familia de Job y su prosperidad. La reacción de Job no fue, sin embargo, de rebeldía contra Dios. Por el contrario, recordó que a esta vida nada traemos y de ella nada podemos llevarnos y no pronunció una sola palabra negativa contra Dios (1: 20-22).

Como era de esperar, el Satán no quedó conforme con aquel resultado. En otra comparecencia posterior de los hijos de Dios, pudo escuchar cómo Dios mencionaba la integridad de Job (2: 3). El Satán se apresuró a decir que no era mucho teniendo en cuenta que conservaba no sólo la vida sino también la salud. Si Dios dañaba el cuerpo de Job tendría ocasión de ver cómo blasfemaba (2: 4-5). Una vez más, Dios aceptó el desafío del Satán y le permitió atacar a Job a condición de no quitarle la vida (2: 5). El resultado fue una enfermedad cutánea que le cubrió todo el cuerpo y que, posiblemente, tuviera como consecuencia el que perdiera las uñas y tuviera que rascarse con un trozo de teja (2: 7-8). La mujer de Job – que mejor o peor había aguantado hasta entonces la situación – ahora la encontró insoportable. Aquel hombre se había convertido en alguien al que ni siquiera se podía tocar con la punta de un dedo sin miedo a contagiarse. No puede sorprender que considerara que lo mejor que Job podía hacer era maldecir al Dios que permitía aquello y después morirse. A fin de cuentas, la señora de Job, como tantos otros, pensaba que merecía la pena servir a Dios si de ello se derivaban beneficios tangibles. De no ser así…

Job, por el contrario, creía que el bien o el mal que experimentamos en nuestra existencia no deberían alterar nuestra posición hacia Dios (2: 10). En cualquier caso, la realidad es que se había quedado totalmente solo. Más le hubiera valido seguir así porque tres amigos – Elifaz el temanita, Bildad el suhita y Zofar el naamatita – aparecieron para consolarlo y, como tendremos ocasión de ver, lo sometieron a una verdadera tortura espiritual.

Los amigos de Job – lo veremos en otras entregas – intentaron interpretar su situación de acuerdo a prejuicios religiosos profundamente arraigados. Elifaz creía en una interpretación mística de la vida (4: 12-16); Bildad, en la tradición (8: 8-10) y Zofar en el dogma. Como tendremos ocasión de ver, ninguna de esas tres visiones – a pesar de su presencia profusa en la Historia de las religiones – dará respuesta a Job. Pero será ya otra semana.

Lectura recomendada: Capítulos 1 y 2 de Job.

CONTINUARÁ:

Los libros sapienciales (I): Job (II)

 

 

El Evangelio de Marcos

El Reino vs. la religión (IV): Marcos 3: 7-35

La semana pasada, tuvimos ocasión de ver cómo el enfrentamiento de la predicación de Jesús con la religión abrió camino a un trágico final presagiándolo. De manera bastante lúcida, algunos herodianos y fariseos captaron que Jesús era una molestia que debía ser eliminada porque su mensaje del Reino, de ser aceptado, erosionaría totalmente su posición convirtiéndola manifiestamente en innecesaria a los ojos de todos. Entendámonos. En puridad, nunca había sido necesaria, pero ahora saltaba a la vista esa circunstancia.

Esa situación, ciertamente dramática, explica por qué la gente acudía a Jesús en masa y también porque las obras del Reino se extendían en dos direcciones aparte de la predicación que eran la atención a los que sufrían (3: 10) y la manifestación asustada de los demonios (3: 11). Nunca ha dejado de llamarme la atención cómo ciertos dirigentes religiosos que pretenden representar a Jesús - de manera monopolística a veces - nunca van acompañados de esa segunda dirección y, a la vez, son verdaderos adictos a una espectacularidad que Jesús rehúsa de plano en el v. 12. El – rey del Reino – aterraba a los demonios, pero no deseaba que esas y otras acciones se convirtieran en propaganda. A lo largo de la Historia, por el contrario, lo que presenciamos una y otra vez es a personajes que cantan una y otra vez sus loas en ejemplos bochornosos del culto a la personalidad, pero que, como ya hemos narrado en alguna ocasión, hacen el ridículo más espantoso cuando enfrente aparece una fuerza demoníaca.

 

Con todo, lo más importante para todos es la respuesta hacia Jesús. De manera bien significativa, el texto de Marcos indica que en ella el aspecto fundamental es su llamada. Como señala el versículo 13, “llamó hacia si a los que quiso” y, de la misma forma, entre ellos escogió a doce con una misión triple que coincide con la de Jesús: predicar (v. 14), sanar enfermedades (v. 15) y expulsar demonios (v. 16). Aquellos que consideran que existe una sucesión apostólica – curioso concepto teológico ciertamente tardío – deberían preguntarse hasta qué punto se parecen los supuestos “sucesores” a estos apóstoles – entre los que no se señala ningún primado ni cosa parecida – y hasta qué punto desempeñan la misma labor que éstos. A decir verdad, la Historia muestra que, por regla general, han sido gestores de poder con mayor o menor fortuna y rara vez siguiendo los principios de Jesús. Y aquí Marcos subraya hasta qué punto Jesús y su predicación del Reino resultaba inquietante. En unos (v. 20), movidos por la necesidad, provocó una reacción tan multitudinaria que ni siquiera tenían tiempo para comer Jesús y sus discípulos; en otros, como los familiares de Jesús, se desató un escepticismo inquieto de tal manera que pretendían llevárselo a casa convencidos de que no estaba en sus cabales (v. 21). Finalmente, los representantes de la religión lo acusaban de forma directa de ser un instrumento del Diablo (v. 22).

La respuesta de Jesús no pudo ser más contundente. Era el propio Satanás el que veía amenazado su poder por la venida del Reino de manera que resultaba imposible que Jesús tuviera algo que ver con él (v. 23-24). A fin de cuentas, todo el mundo sabe que una casa dividida acaba por verse destruida (v. 25-6) y Jesús lo que estaba haciendo era desafiar el dominio diabólico de manera frontal. Aquellos que lo asociaban con el Diablo se colocaban en la situación pésima desde la perspectiva espiritual. Al motejar como diabólico lo que era una acción directa del Espíritu Santo, es decir, del mismo Dios, se cerraban a si mismos la única puerta hacia la salvación (v. 28-9). En ese sentido, se encontraban en una situación de pecado que no podía ser perdonada. Como Jesús había mostrado con sus acciones una y otra vez, en el Reino podía entrar cualquiera que reconociera sus pecados y su imposibilidad para salvarse por sus méritos y se acogiera al amor de Dios sin que eso excluyera a pecadores especialmente estigmatizados como las prostitutas o los publicanos. Pero, si en lugar de guardar esa actitud, el anuncio que ponía en peligro su forma de vida hasta ese momento era tachado de diabólico… bueno, el resultado no podía ser más obvio. Ellos mismos se habían cerrado la única vía de salvación que existía tan sólo para seguir aferrados a su visión espiritual no por establecida menos errónea y peligrosa.

 

Semejante respuesta a la predicación del Reino no hace distinción ni siquiera por lazos de sangre. A partir del v. 31, Marcos relata un episodio bien revelador además de molesto para muchos. La madre de Jesús y sus hermanos acudieron para verle. Por el versículo 21 sabemos que su intención – que seguramente sería buena – era la de apartarle de su ministerio porque pensaban que no estaba en sus cabales y más después de que hubiera corrido la voz de lo que con él pensaban hacer fariseos y herodianos (v. 6). En no escasa medida, la reacción era normal porque no suele desearse que alguien al que se ama acabe de la peor manera. Los hermanos de Jesús ciertamente no creían en él en esa época (Juan 7: 1-5); los varones se llamaban Santiago, José, Simón y Judas los hombres y, al menos, había dos hermanas (Mateo 13: 54-5) y, por supuesto – que nadie se escandalice - eran hijos de María. De hecho, si Marcos hubiera querido indicar que eran primos hubiera utilizado no la palabra “adelfós” (hermano) sino “anépsios” (primo) como, por ejemplo, aparece en Colosenses 4: 10. De la misma manera, de haber querido señalar que eran simples “parientes”, pero no hermanos se habría valido del término “synguenis” que aparece, por ejemplo, en Lucas 14: 12 distinguiendo claramente entre “parientes” y “hermanos”. Así lo entendieron los primeros cristianos y no podía ser de otra manera porque la profecía mesiánica señalaba que el mesías no sería creído por los hijos de su madre a los que, lógicamente, llama también “hermanos” (Salmos 69: 8). Así aparece en distintas fuentes antiguas y el hecho de que una teología medieval se despegara de tan clara realidad para ir construyendo una mariología sin base en las Escrituras no puede ni debe apartarnos de la verdad. Pero volvamos al episodio.

La madre y los hermanos de Jesús vinieron para hablar con él presumiblemente para apartarlo de algo tan peligroso como la tarea del Reino. Lejos de aceptar la “intercesión” de su madre sumada a la de sus hermanos, la enseñanza de Jesús resultó clara como siempre: su madre y sus hermanos no eran sino aquellos que estaban allí dispuestos a hacer la voluntad de Dios (v. 34-5). En Juan 6: 40, el mismo Jesús afirma que “esta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en El, tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el día final”. La conclusión del capítulo difícilmente habría podido ser más rotunda.

Para la gente religiosa, la voluntad de Dios era – y es – seguir a rajatabla los preceptos de su religión. Fuera de esa religión no existe salvación y, por supuesto, los que presentan una amenaza contra ella – como Jesús – deben ser eliminados. Al respecto, relatos como el de El Gran Inquisidor de Dostoyevsky encierran una inmensa y sobrecogedora verdad porque determinadas estructuras religiosas lo único que pueden hacer es matar a Jesús si éste apareciera de nuevo y deben hacerlo porque él es su primer desafío a la hora de dominar a las masas. Los que se colocan en esa tesitura se cierran a si mismos la puerta de la salvación porque pretenden sustituir la enseñanza del Reino por la suya propia y además no dudan en calificar como diabólico lo que colisiona con sus intereses. En otros casos, el rechazo no tiene raíces tan malignas sino que deriva del temor a las consecuencias de seguir la vida del Reino considerada como una locura. Era, al parecer, la posición de los hermanos de Jesús y de María. Sin embargo, las palabras de Jesús son claras. Su madre y sus hermanos no son los que se oponen al mensaje del Reino porque erosiona su posición. Tampoco son su madre literal y sus hermanos. Tampoco aquellos que preocupados por él intentan limar la aspereza de un mensaje que muchas veces tiene fatales consecuencias para el que lo proclama. La madre y los hermanos de Jesús son aquellos que hacen la voluntad de Dios, aquellos que creen en él para tener vida eterna, aquellos que un día serán resucitados. Y ante este mensaje sólo caben tres opciones expresadas en este mismo capítulo de Marcos: aceptarlo para convertirse en alguien que el propio Jesús denomina madre y hermanos; intentar quitarle mordiente porque es peligroso o tacharlo de demoníaco cerrándose así uno mismo la puerta de la salvación.

CONTINUARÁ

El Evangelio de Marcos: las Parábolas del Reino

 

 

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