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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Los libros sapienciales (I): Job (II): capítulos 3-31

Viernes, 10 de Abril de 2015

En la última entrega, dejamos a Job y a sus amigos planteando el conflicto del mal en una de sus manifestaciones más terribles, la del mal que cae sobre alguien que no sólo es inocente sino que además es íntegro.

Los amigos de Job – no precisamente los que uno desearía en una situación semejante – no van a intentar en ningún momento comprender a Job. Por el contrario, se acercan a su inmenso dolor desde el prejuicio. Para Elifaz, el prejuicio es de corte espiritualista o místico (4: 12-16); para Bildad, es la tradición religiosa (8: 8-10) y para Zofar es el dogma. Nadie escucha realmente a Job; nadie se interesa por ahondar en el sufrimiento que se extiende ante sus ojos; nadie muestra compasión. En realidad, todo queda reducido a un “Job, eres culpable – tienes que serlo porque así lo muestra la tradición, e dogma o mi experiencia mística – reconoce tu pecado y podrás salir de esta situación”. Para colmo, tras el primer ciclo de discursos, no se puede evitar tener el regusto amargo de que todos y cada uno de los amigos ha pretendido hablar en nombre de Dios (c. 3-14). Todo ello, por supuesto, sin ayudar lo más mínimo a Job y sin intentar siquiera comprenderlo.

El segundo ciclo de discursos es todavía más duro (c. 15-21) porque los tres amigos ahora no sólo intentan encajar a Job en sus prejuicios sino que incluso se atreven a decir que se merece lo que le sucede. Sólo en un momento de lucidez Job se confía a Dios pensando que es el único que puede ayudarlo (19: 23-29), pero incluso esa proclamación de Job es breve y efímera.

El tercer y último ciclo de discursos resulta aún más frustrante (c. 22-29). Los amigos de Job - Zofar ni siquiera se molesta en intentar ya refutarlo – carecen de razones para discutir y, bajo su palabrería, sólo hay violencia y falta de fuerza espirituales. El mismo Job discute menos que antes y clama más que nunca porque su dolor se le hace insoportable, porque está terriblemente solo y porque ha padecido los ataques de los que se supone que tendrían que respaldarlo. Job sabe que hay gente malvada a la que le va bien (c. 23-24) mientras que a él, a pesar de su integridad, la desgracia no ha dejado de golpearlo. El capítulo 29 es un canto amargo a los viejos tiempos más prósperos que contrastan con el terrible presente (c. 30). En el capítulo 31, Job incluso realiza un canto extraordinario a la integridad y a la sabiduría, pero, a la vez, todas las cuestiones que le atañen quedan en el aire. La religión – sea en forma tradicional, mística o dogmática – no ha dado respuesta a Job que sigue sumido en un dolor inmenso.

 

Textos recomendados: Capítulos 19 y capítulos 29, 30 y 31.

CONTINUARÁ

Los libros sapienciales (II): Job (III)

 

El Evangelio de Marcos: las Parábolas del Reino

Uno de los aspectos más personales de la enseñanza de Jesús es la manera en que transmitía su mensaje a través de parábolas. La parábola es un género judío denominado mashal (plural meshalim), pero ni antes ni después de Jesús llegó a alcanzar ese nivel de profundidad y sencillez. Las parábolas de Jesús estuvieron relacionadas con el Reino de Dios de manera mayoritaria, algo que tiene lógica por varias razones. Primero, porque la parábola atraía a la gente que suele ser aficionada a escuchar historia, pero, a la vez, obligaba a prestar atención. De hecho, sigue siendo un género ideal para despertar el espíritu crítico… si uno desea saber y conocer. En segundo lugar, las parábolas permitían utilizar un lenguaje simbólico que dejaba fuera no sólo a los que no deseaban escuchar de corazón sino también a los que buscaban razón para dañar a Jesús. Finalmente, las parábolas permitían una transmisión fácil de enseñanzas ya que el relato es también más fácil de recordar que el discurso.

La parábola del sembrador es, al respecto, absolutamente paradigmática. Su finalidad es cuestionar la visión que del Reino podían tener los contemporáneos de Jesús. Para ellos, el reino sería fundamentalmente el triunfo de la agenda nacionalista judía – sionista diríamos hoy – consistente en que Israel se impondría sobre sus adversarios, expulsaría, por supuesto, a los no-judíos de su territorio y disfrutaría de una nueva era en la que la vida del resto de naciones giraría alrededor de Israel. Semejante agenda siempre ha tenido un eco notable en la Historia del judaísmo y si Jesús la hubiera predicado hubiera encontrado no pocos seguidores… el problema es que su visión del Reino, como hemos visto, no era esa. No era esa y además había que comunicarla a la gente que, con seguridad, daría respuestas no siempre gratas. ¿Qué podían esperarse los seguidores de Jesús cuando comunicaran el Evangelio del Reino? En primer lugar, una parte de los que escuchara el Evangelio no seguiría la causa del Reino por la sencilla razón de que Satanás arrancaría ese mensaje de los corazones (4: 15). Luego habría otros que recibirían el mensaje del Reino con interés e incluso alegría, pero la falta de motivaciones más profundas que el entusiasmo los llevarán a arrojar todo por la borda una vez que surjan las dificultades (4: 16-17). En tercer lugar, habría personas que también escucharían, pero que no llegarían nunca a dar fruto precisamente porque su corazón estaría en la codicia (4: 18-19).

Todos esos escenarios comprensiblemente desanimarían a cualquiera. No puede dejar de sentirse profundamente desanimado aquel que anuncia el mensaje maravilloso del Reino y que contempla como la obra del Diablo en forma de prejuicios, de tradiciones, de religión o de violencia impide que prenda o que llega a observar el entusiasmo de algunos oyentes que se traduce en fuga cuando hay dificultades o que percibe cómo el mensaje es ahogado por la codicia. Sin duda, no son los escenarios que un difusor del mensaje del Reino querría ver. Sin embargo, Jesús – que es lo suficientemente realista para mostrar lo anterior – también señala otra realidad. Junto a esos personajes, el que siembra la Palabra de Dios también encontrará gente que dará un fruto mayor o menor e incluso extraordinario (v. 20).

A fin de cuentas, Jesús señala que no se conoce el Reino para esconderlo de la misma manera que no se enciende una luz para taparla sino para que ilumine (4: 21). Hagamos lo que hagamos, llegará un momento en que todo saldrá a la luz (4: 22) y entonces la manera en que hayamos actuado quedará a la luz con consecuencias (4: 24-5).

El deseo de Jesús de impedir el desaliento de sus seguidores vuelve a repetirse en las parábolas del crecimiento de la semilla – sólo transmitida por Marcos – y la de la semilla de mostaza. Los seguidores de Jesús no deben preocuparse por los resultados sino por sembrar. A fin de cuentas, aquel que siembra sabe que la planta crece independientemente de que él la esté mirando a todas horas. Si él siembra, verá crecer y dar fruto (4: 26-29), pero no puede provocar ni una cosa ni la otra. No sólo eso. En ocasiones, el crecimiento desafía lo que pudiera esperarse de la pequeñez de la semilla como pasa con la mostaza, diminuta, pero capaz de convertirse en árbol frondoso (4: 30-32).

 

Estas parábolas del Reino encierran realidades de no escasa relevancia. Para algunos, el Reino es un ámbito de poder humano aunque intente legitimarse con referencias a Dios. Para los que lo ven así, ha sido aceptable el uso de la inquisición y la predicación de las cruzadas, la coacción espiritual y los bautismos forzosos y, más modernamente, la avocación de privilegios que permitan mantener un reino muy humano y más que dudosamente divino. Pero ese no es el Reino de Dios.

En un mundo donde el poder económico y militar marcan las reglas, en que la codicia y la ambición corrompen hasta lo más sagrado, en que incluso los dirigentes religiosos rigen bancos o pronuncian declaraciones más relacionadas con intereses materiales que con principios morales, es fácil que el sembrador del mensaje del Reino se vea sobrepasado. Así sucede porque, por ejemplo, él tan sólo utiliza la Palabra de Dios y no se vale de los atajos aparentes que proporcionan el poder, el dinero o la influencia social. Pues debe estar avisado. Precisamente porque ese mensajero de la Buena noticia enciende la luz para iluminar y no para deslumbrar y dominar, verá que muchos de los que lo escuchan preferirán seguir impulsos diabólicos. Tampoco faltarán los que exuden entusiasmo para marcharse ante la primera dificultad. Incluso aparecerán los que dejen que su codicia los arruine espiritualmente. Pero nada de eso debería desanimar a los que anuncian la Buena noticia del Reino. Siempre, siempre, siempre habrá gente que responda y de fruto, pero además el crecimiento no es tarea de ellos sino de Dios y en no pocas ocasiones ese avance se revelará espectacular. El Reino – nunca me cansaré de expresarlo – siempre es muy diferente de la religión. Lo son también sus resultados. Lo es también su vida.

CONTINUARÁ

El Evangelio de Marcos: la tempestad calmada

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