El sacerdote intenta responder de la manera que lleve al judío a convertirse al catolicismo, pero lo que éste ve a su alrededor es superior a cualquier palabra. En un momento determinado, dice con amargura: “Dios es irlandés”. El episodio, ciertamente revelador, pone de manifiesto una terrible realidad: el deseo de individuos y pueblos por subordinar a Dios a sus intereses. El mismo Israel no fue ajeno a esa tentación y, de hecho, el mensaje de los profetas es un continuo mentís a pretensiones semejantes. Muchos súbditos de los reinos de Israel y de Judá estaban convencidos de tener una relación especial con Dios. Esa especialidad incluía, por supuesto, la idea de privilegios políticos y económicos.
La tentación se ha repetido vez tras vez a lo largo de la Historia, pero los profetas insistieron en que no se podía ceder a ella sustancialmente por dos razones. La primera es que Dios es soberano sobre todo el cosmos, sobre todas las naciones y no sólo sobre Israel. Su poder es ilimitado y pedirá cuentas incluso de aquellos que no lo reconocen o lo rechazan. La segunda es que Dios no exigirá a Su pueblo menos que a las otras naciones. Todo lo contrario. De ella espera más porque su luz es mayor.
Ambos principios quedan de manifiesto en esta sección del libro de Isaías dedicada a oráculos pronunciados contra las naciones. Algunas de las características son verdaderamente notables. Por ejemplo, Dios no se ocupa sólo por la situación rabiosamente actual que es susceptible de angustiarnos a nosotros sino también por lo que va a suceder en un futuro más distante. En contra de lo que dicen los que afirman que Isaías es un libro escrito por varios autores y que eso se desprende de que la primera parte está relacionada con Asiria y la segunda con Babilonia, en este capítulo 13, Isaías se ocupa precisamente de Babilonia. Entonces era una potencia incipiente. Lejos de presentarla como la esperanza del futuro cuando cayera la actual Asiria, Isaías señala cómo las mismas conductas merecen las mismas calificaciones y acarrearán las mismas consecuencias. En un momento determinado, Babilonia seguiría el mismo camino de Asiria y así sería porque Dios no deja de ejecutar Su juicio sobre los tiranos (14: 5 ss).
En contra de lo que pudiera pensar la primera potencia de la época, las riendas de la Historia no están en manos de presidentes, emperadores o generales sino en las de Dios (14: 24-7). Lo que El decide es lo que acabará sucediendo aunque la mayoría no llegue a percatarse de ello.
Esas leyes de una Historia que está en las manos de Dios lo mismo puede aplicarse a potencias pequeñas, pero sanguinarias como Filistea (14: 24-32), que a otras cuyo pecado principal es la soberbia como es el caso de Moab (16: 6). Ante Dios lo mismo es un Damasco decadente (17: 1-14) que un Egipto que parece pujante gracias a la nueva dinastía reinante, pero que no escapará del fruto de sus acciones (c. 18-19). A decir verdad, la única esperanza que tiene un pueblo no se encuentra en sus gobernantes, en sus ejércitos, en sus riquezas o en su sentido patrio. En realidad, sólo aquel pueblo que esté dispuesto a reconocer sus errores y a clamar humildemente ante Dios podrá recibir salvación (19: 20).
Precisamente porque Dios actúa de manera imparcial, sin favoritismos, es por lo que se puede predecir el futuro de Babilonia (c. 21), el de las prósperas Tiro y Sidón (c. 23) y, por supuesto, el de Jerusalén (c. 22).
Ciertamente, el mensaje de Isaías es de una actualidad indiscutible aunque para muchos resultará antipático como pocos. El que pretende que Dios tratará con favoritismo a una nación no conoce a Dios. Buena prueba de ello es la Historia de Israel, de Asiria, de Babilonia y, por supuesto, de España que no ha dejado de dar tumbos desde hace siglos. Dios tiene unos principios que no doblará por nadie porque más que éste pretenda que es “la tierra de María” o “la hija predilecta de la iglesia católica”. Los juicios de Dios son inexorables aunque previamente sean anunciados por algún profeta.
En segundo lugar, aunque Dios nunca dejará de ejecutar Sus juicios también anuncia que existe una vía de salida. Esa salida no gira en torno a la política, la visión social o la gestión económica. Arranca, por el contrario, de la conversión. Incluso una nación perversa como Asiria podría encontrar salvación si se volviera y, al afirmarlo, Isaías está repitiendo el mensaje de Jonás. Al final, cada nación es claramente responsable de su presente, pero también traza su futuro y el de sus hijos.
Lectura sugerida: capítulos 14, 17, 18, 22 y 23.
CONTINUARÁ