En primer lugar, que Dios va a ejecutar su juicio como si resquebrajara la tierra, como si fuera un terremoto y afectará a todos sus habitantes (24: 1-6), la alegría y el consumo de antaño desaparecerán (24: 7-12) y sólo un resto se verá a salvo (24: 13-16). Al final, la causa del desastre no es otra que el hecho de que el pecado pesará tanto que logrará que la tierra se desplome y no pueda levantarse (24: 20).
Semejante circunstancia es, sin duda, pavorosa, pero debería provocar un himno de gratitud entre los que creen en Dios. Primero, porque Dios ha actuado de acuerdo con unos planes trazados desde tiempo atrás (25: 1), segundo, porque ha protegido a los que confían en El (25: 4) y porque aunque el impacto de los déspotas es terrible, El lo ha mitigado en relación con los que creen en El (25: 5).
El pueblo de Dios aparece claramente descrito además en el capítulo 26. Es aquella gente que actúa con justicia, que guarda su palabra y que confía en Dios (v. 1-2). Ese pueblo será guardado en paz porque cree en El (v. 4-5). Es el pueblo que sabe que los inicuos no deben ser tratados con suavidad porque semejante actitud sólo sirve para que multipliquen sus maldades (v.9-10) y que es consciente de que la mano de Dios es la que se mueve detrás de la Historia y de las vidas cotidianas (v. 17).
Aún más. Mientras que los malvados no volverán a la vida por muy importantes que fueran (26: 14), para los que creen en el Señor existe la experiencia de resurrección (26: 19).
Si semejante visión puede ser un anuncio de lo que se vivirá en los últimos tiempos no es seguro, pero que, una y otra vez, se repite este esquema a lo largo de la Historia no puede negarse. De hecho, los capítulos siguientes nos muestran a la sociedad de los reinos de Israel y Judá viviendo esa realidad. Veamos algunos ejemplos:
1. La corona de Israel se sentía segura (28: 1-6), pero se encontraba a unos años – quizá meses – de desaparecer literalmente del mapa aniquilada por Asiria.
2. En Judá, podían mofarse del profeta (28: 9) preguntándole que a quién pretendía enseñar y jactándose de que nada les haría daño porque sabían utilizar la mentira (28: 14-5), pero sus anuncios se cumplirán.
3. En Jerusalén (c. 29) podían empeñarse en afirmar que el hecho de ser una ciudad sagrada los libraría del desastre sin darse cuenta de lo que ya se dibujaba en el horizonte.
4. Los políticos podían esperar que la solución de todos los problemas derivaría de la ayuda extranjera – en este caso, Egipto – sin percatarse de que no sería así (c. 30-31) y
5. Finalmente, la sociedad se despeñaba moralmente al no existir una justicia digna de tal nombre (32: 1-8), al haber caído en la frivolidad la población femenina (32: 9-14) y al cerrar todos los ojos al único camino de restauración nacional que pasa por la conversión (32: 15-33: 24).
La veracidad de la proclamación de Isaías iba a quedar de manifiesto con notable rapidez a causa de la invasión del reino de Judá por parte del rey asirio Senaquerib. Se trató de una maniobra fulminante que llevó a los despiadados asirios hasta las puertas de Jerusalén. Entonces finalmente quedó de manifiesto que no habría ayuda extranjera que salvara a Judá y que sus élites además de corruptas eran incompetentes e incapaces. Por supuesto, el rey judío Ezequías intentó llegar a un acuerdo, pero descubrió con angustia que cuando se intenta apaciguar a las fieras, éstas sólo aceptan devorar todo (c. 36). Sólo entonces, cuando el desastre era inminente, alguien recordó que una persona llamada Isaías llevaba anunciando todo desde hacía años y algunos decidieron ir a visitarlo pidiendo el consejo que habían rehusado durante demasiado tiempo (c. 37). El mensaje de Isaías fue claro como siempre. Había una posibilidad de salvación si, efectivamente, aquellas obras muertas de décadas eran sustituidas por la fe en Dios como faro y guía.
Con los asirios acampando ante Jerusalén, el rey se dirigió, finalmente, a Dios. El único Dios (37: 16), el que detesta el culto a las imágenes (37: 19), el único que tiene capacidad para salvar (37: 20). Isaías le comunicó entonces un mensaje de serenidad y paz. Nada sucede en esta vida sin que Dios lo haya planeado desde mucho tiempo atrás (37: 26-29). A El nada le pilla de sorpresa ni le toma con el pie cambiado. El rey de Asiria estaba convencido de que tomaría Jerusalén y la arrasaría. No sucedería así. Es cierto que en Jerusalén sólo había un resto (37: 32), pero la ciudad no caería y Senaquerib se retiraría no por las obras de las fuerzas judías ni por la ejecución de ritos religiosos sino gracias al Dios que escucha a los que se dirigen a El con fe.
Lo que sucedió a continuación está recogido incluso en los anales de Asiria. Senaquerib no pudo entrar en Jerusalén y se vio obligado a retirarse. Isaías habla de una destrucción espectacular de las fuerzas asirias llevada a cabo por un ángel (37: 36). Los historiadores prefieren hablar de una epidemia fulminante de peste. No son incompatibles. ¿Acaso el ángel del Dios que ve todo con antelación no pudo utilizar a unas simples ratas para acabar con un ejército rezumante de orgullo?
Aquella inesperada – imposible – liberación no fue la única señal que recibió Ezequías. Por esa misma época, Ezequías cayó gravemente enfermo, pero Dios preservó su vida anunciándole su prolongación (c. 38). Y sin embargo… sin embargo, Ezequías no aprendió la lección. Como tanta gente que tiene algún tipo de creencia en Dios, que incluso mantiene cierta práctica religiosa, que acude a la Divinidad en tiempo de dificultad, Ezequías había decidido que, salvo en tiempos de preocupante emergencia, no escucharía a Isaías ni viviría una vida con el corazón plenamente entregado a Dios. Tras verse salvado de la invasión asiria y de una dolencia mortal, Ezequías volvió a buscar complacer al poderoso más que actuar con rectitud. Lo hizo de manera deplorable buscando el beneplácito de Babilonia (c. 39). El anuncio de Isaías – siempre fiel a la verdad – resultó pavoroso. Llegaría un día en que aquella potencia de segundo orden se llevaría a su tierra todo lo que Ezequías le había enseñado (39: 6-7). La respuesta de Isaías constituye un verdadero retrato: que así fuera siempre que no sucediera en sus días (39: 8).
Ausencia de una guía espiritual sana, confianza en que la ayuda exterior remediará los males de una sociedad que no quiere cambiar, corrupción de las clases gobernantes, formalismo religioso sin conversión, oídos cerrados ante el mensaje de conversión del profeta, injusticia y frivolidad entre la población donde sólo un pequeño resto confiaba realmente en Dios… esa sociedad iba camino del desastre, pero también fue anunciada de cuál era el remedio e incluso tuvo oportunidad de verlo con sus propios ojos.
CONTINUARÁ
Lectura recomendada
Capítulos 32 y 33; 36-39.