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Lunes, 25 de Noviembre de 2024

Los libros sapienciales (IV): Job (V)

Viernes, 24 de Abril de 2015

Durante las anteriores entregas hemos ido asistiendo a la historia terrible de Job. Primero, nos enteramos de que se convertía en el protagonista involuntario de un enfrentamiento entre Dios y Satanás.

Luego vimos cómo la desgracia caía sobre él para que quedara de manifiesto si, efectivamente, alguien estaría dispuesto a servir a Dios aún a costa de perder todo. A continuación, contemplamos – con desazón creciente, dicho sea de paso – cómo los amigos de Job lo maltrataban verbal y espiritualmente dejando de manifiesto que la tradición, el espiritualismo y el dogma no sólo no les permitían ver más allá de sus narices sino que les privaban hasta de un mínimo de compasión. Finalmente, Elíu mostró que la juventud no es garantía de abordar mejor los problemas y que incluso, en ocasiones, se traduce en una mayor agresividad a la hora de afrontarlos, pero no en una mayor eficacia. A partir de ese momento, resulta obvio que Dios va a intervenir y que lo hará dando respuesta al clamor continuo y amargo de Job. Dios ciertamente interviene, pero…

Bueno, para ser sinceros, más de uno esperaría a estas alturas del libro que Dios les ponga a Job al corriente de lo que había sucedido en el cielo y, por añadidura, le diera algún detalle de por qué había recogido el guante arrojado por Satanás. Parece incluso lógico explicar esto, pero, ciertamente, no es lo que hace Dios. Por el contrario, Dios actúa de una forma que nos desconcierta. En lugar de proporcionar las respuestas que nosotros daríamos en Su lugar, Dios comienza a darle a Job una lección sobre el cosmos incomprensible e inaprensible para el ser humano (c. 38-39). Reconozcamos que es para desconcertarse, pero lo cierto es que Job comprende a la perfección lo que Dios le está diciendo (40: 3-5). No sólo eso. Cuando Dios continua haciendo referencia a dos animales inquietantes e incluso monstruosos como el Behemot o hipopótamo y el Leviatán o cocodrilo (c. 40-41), Job llega al fondo del asunto y comprende que ha juzgado injustamente a Dios y que hablaba de lo que no entendía (42: 3). Pero, vamos a ver, ¿qué clase de respuesta es ésta y qué es lo que ha entendido Job?

Lo primero que Job ha captado es que el cosmos es un lugar de orden y propósito. Al ser humano se le puede escapar dónde está ese propósito y dónde se encuentra el orden, pero ambas realidades son innegables. Pero no se trata sólo de que el cosmos indique que su Creador no es un personaje que actúa de manera arbitraria y tiránica. Por añadidura, incluso lo más horrible y aterrador – como Behemot y Leviatán – tiene un propósito y un sentido. Es cierto que los hombres podemos no dar con él y es verdad que incluso cabe la posibilidad de que nos sintamos aterrados por determinadas criaturas. Sin embargo, existe un propósito para todo y ahí Job comprende su error. Desde una perspectiva humana, ha exigido cuentas a Dios y deseado explicaciones. Ahora descubre que existen razones y propósitos que él no intuye siquiera – y que Dios no le va a revelar, dicho sea de paso – y que estaba errado. Lo que Dios pide del ser humano – como puede verse en toda la Biblia – no es que realice ritos y ceremonias, que absorba formulaciones dogmáticas o que se dedique a defenderlo como pretendían los amigos de Job. Lo que Dios espera del hombre es que crea en El, no en el sentido de aceptar su existencia, sino en el de confiar totalmente en El para su salvación y para llevar una vida dotada de verdadero sentido. Es por eso que en la Biblia la salvación es por gracia y no por obras (Romanos 4: 1-5) y que el justo vive por la fe (Habacuc 2: 4) o que se nos dice que Abraham, el amigo de Dios, fue justificado por la fe (Génesis 15: 6). Los amigos de Job no dejaron de acumular frase tras frase – alguna hasta adecuada – pero su apego a la tradición, al dogma o a la mística no los movió un milímetro de su inmenso error, el de pretender anteponer sus méritos a la gracia de Dios y el de pensar que podían explicarlo todo. Dios, sin embargo, le dice a Job algo mucho más real y veraz y es que ningún ser humano puede explicar totalmente al Creador por la sencilla razón de que ni siquiera pueda explicar la creación y todavía más, difícilmente puede explicar los lados terribles del cosmos que nos rodea desde las fieras a los depredadores humanos. Es más, las obras de teología que se han dedicado a esa tarea si bien se piensa no dejan de tener su parte ridícula por muy summas que pretendieran ser.

Sin embargo, todo tiene un sentido aunque no alcancemos a verlo y frente esa ignorancia nuestra Dios dice: “Reconoce tu falta de méritos, acepta tus limitaciones, no confíes en discursos propios de una religión, cree en mi y serás salvo”. No otro mensaje se encuentra en el Nuevo Testamento (Juan 3: 16).

El Job que comprende eso, también entiende que debe escuchar a Dios (42: 4) – no a los que dicen que lo representan – que no había entendido nada (42: 5) y que, a pesar de los méritos que se suponía, es un pecador que debe arrepentirse “en polvo y ceniza” (42: 6). No es un mensaje agradable para los que pretenden salvarse por sus méritos o pretenden representar a Dios o insisten en que pertenecen a la única organización religiosa verdadera fuera de la cual no hay salvación. Ciertamente, no lo es, pero ésa es la Verdad con mayúsculas. Y por si hubiera alguna duda, Dios insiste en que está encolerizado con los amigos de Job porque no han hablado lo recto sobre Él (42: 7). En otras palabras, su dogma, su tradición y su mística es un estiércol asqueroso e inútil que, en realidad, sólo sirve para provocar la irritación de Dios. De hecho, como también enseña la Biblia, sólo un sacrificio expiatorio de alguien perfecto e inocente – una prefiguración del sacrificio futuro del mesías – puede salvarlos de su situación, pero jamás sus méritos que no existen en realidad.

Los últimos versículos del libro dejan de manifiesto cómo Dios restaura a Job que tendrá una existencia aún mejor que la que había disfrutado antes. Sin embargo, la mayor bendición no es la prosperidad restaurada o la salud recuperada ni siquiera la nueva familia. Lo verdaderamente relevante es que Job ha comprendido que la relación entre el ser humano y Dios no es la mercantil que enseñan todas las religiones paganas o infectadas por el paganismo según la cual el hombre cree acumular méritos para adquirir la salvación de Dios. Lo que Job ha aprendido es que Dios salva y derrama Sus bendiciones sobre aquel que confía en El a pesar de no entender todo y de ignorar muchas cosas, sobre aquel que se reconoce limitado y pecador y, sobre todo, sobre aquel que es consciente de que no tiene la menor posibilidad de salvarse por sus obras. No es poca la actualidad del libro de Job.

Lecturas recomendadas: c. 38-42.

 

El Evangelio de Marcos: el endemoniado de Gadara (5: 1-20)

El pasaje del endemoniado de Gadara es uno de los más desconcertantes del Evangelio. Bertrand Russell – cuya vida personal fue todo menos ejemplar – incluso lo utilizó para criticar a Jesús alegando que no había tenido la menor compasión hacia los cerdos, algo que no le habría pasado a Buda. Russell no sólo no estaba en su mejor día cuando escribió esa necedad sino que además dio muestras de no ser capaz de entender absolutamente nada en relación con el episodio.

 

Desde luego, su contenido resulta enormemente práctico. El contexto de entrada es bien revelador. Los discípulos acababan de pasar por la experiencia de la tempestad y ahora, a salvo pero calados hasta los huesos, cansados y de noche, llegaron a la zona de Gadara. Era creencia común que los demonios salían a pasear a altas horas de la noche – lo que hay que reconocer que no resulta especialmente atractivo – y justo cuando ellos saltaron a tierra se dieron de manos a boca con un personaje que estaba sometido a un espíritu inmundo y que comenzó a dar alaridos nada más ver a Jesús (5: 7). Como forma de acabar un día en que se ha pasado por una tormenta en medio de un lago en que la embarcación estuvo a punto de irse a pique hay que reconocer que no estaba mal.

Pero detengámonos en el hombre que causó la inquietud, como mínimo, de los discípulos de Jesús. Su estado era realmente penoso. Lo era por su sufrimiento y lo era porque la comunidad de la que formaba parte no había dado con una forma mejor de tratarlo que la de recluirlo en el cementerio y encadenarlo. Como tantas veces a lo largo de la Historia, ya que no se podía solucionar el mal se escondía debajo de la alfombra o entre las tumbas. En eso no ha cambiado tanto la especie humana.

Sin embargo, como siempre que se quiere ocultar la desgracia aquel hombre no aguantaba bien la idea de que se le borrara del mapa. No sólo es que rompía las cadenas con las que pretendían tenerlo sujeto (v. 4) sino que además se pasaba el día entero aullando y ofreciendo el espectáculo sobrecogedor de autolesionarse (v. 5). Ni siquiera parece que aspirara a que nadie lo ayudara a juzgar por las palabras que dirigió a Jesús (v. 7). No se esperaría otra cosa de alguien poseído por muchos demonios.

Como Jesús tenía poder para enfrentarse con el Diablo no se le pasó por la cabeza comenzar un complicado ritual de exorcismo como se da en ciertas religiones. Él tenía autoridad y precisamente por ello no se entregaba a ceremonias que, por regla general, además de no funcionar deben provocar las carcajadas de cualquier ser demoníaco. Acorralados, los demonios le suplicaron que les permitiera entrar en unos cerdos que estaban allí cerca (v. 12) y Jesús se lo permitió, momento que aprovecharon para despeñar la piara en el mar y ahogarla (v. 13). Es precisamente en ese momento cuando la historia llega a su punto culminante.

 

Los porqueros habían quedado lógicamente horrorizados por lo que habían visto y se dirigieron a la población cercana para informar de lo sucedido. Como era de esperar, los habitantes se precipitaron a ver lo que había de verdad en las palabras de los que cuidaban los cerdos (v. 14) y entonces lo que se ofreció a su vista no pudo ser más claro. A un lado, podían verse los cuerpos de los cerdos flotando en el lago; al otro, al hombre al que no habían podido ayudar quizá durante años que ahora estaba sentado, vestido y en su sano juicio (v. 15).

Marcos cuenta que tuvieron miedo y es que no era para menos. A lo largo de la vida, los prejuicios o el sectarismo pueden ayudar a ocultar lo que es evidente, pero en aquella ocasión no había manera. Aquel hombre que había resultado un problema insoluble estaba bien y la causa era Jesús. Pero, ¡ojo!, aquel Jesús también era el causante de la pérdida de los cerdos al permitir a los demonios entrar en ellos y precipitarse al mar. Los dos extremos eran tan claros que sintieron miedo porque era obvio que Jesús podía hacer lo que para ellos había resultado totalmente imposible, pero también sus acciones tenían consecuencias que dañaban a su economía y no había más que ver lo que había pasado con la piara. Pongámonos en su lugar. Seguir a Jesús implica participar de una conexión directa con el Dios Todopoderoso que puede derrotar con una sola frase a una legión de demonios, pero también puede dañar nuestros intereses más queridos. ¿Y si seguir a Jesús implica – como ciertamente implica – rechazar el maridaje del poder político y de la religión? ¿Y si seguir a Jesús implica sufrir pérdidas económicas? ¿Y si seguir a Jesús te coloca en el punto de mira de aquellos que, aunque se digan religiosos, aborrecen su mensaje porque ya han abrazado otro más adecuado para su soberbia espiritual? ¿Y si…? Llegados a ese punto, ¿nos quedamos con Jesús o con nuestros intereses que también se pueden disfrazar de religión? La gente de Gadara no lo dudó. Entre aquel poder que era capaz de realizar lo imposible y su economía se quedaron con la economía y le pidieron a Jesús que se fuera (v. 17). No negaban la realidad. Simplemente, es que no estaban dispuestos a que la realidad les amargara sus intereses. Hoy, habían sido los cerdos ¿y mañana? Mañana, Jesús – que a fin de cuentas era un judío – era capaz de decirles que sólo se puede rendir culto a Dios y que no es lícito rendir culto a una imagen como enseña el Decálogo que Dios le entregó a Moisés (Éxodo 20: 4 ss). No, mejor que se fuera. Que se fuera y cuanto antes y más lejos, mejor.

El antiguo endemoniado veía las cosas de otra manera. Sabía cuál había sido su situación y cuál era ahora y deseaba subirse a la barca con Jesús (v. 18). Sin embargo, Jesús no se lo permitió. Por el contrario, le dijo que fuera a los suyos y les contara las grandes cosas que el Señor había hecho con él y cómo le había mostrado Su misericordia (v. 19). Nuevamente – como tantas veces antes y después – Jesús volvió a enfatizar la gracia totalmente inmerecida de Dios. No le dijo: “gracias a tus méritos los demonios salieron de ti” o “el ceremonial del exorcismo funciona, hijo”. Ni por aproximación. Su mensaje como siempre fue: “No te merecías absolutamente nada, pero Dios tuvo misericordia de ti y realizó en tu vida algo incomparable”. El hombre captó a la perfección lo que Jesús le había dicho y comenzó a recorrer otras ciudades paganas – las conocidas como Decápolis – contando lo que Jesús había hecho con él y, como no podía ser menos, la gente se quedaba pasmada (v. 20).

CONTINUARÁ:

Marcos 5: 21-43: La hija de Jairo y la mujer con flujo de sangre

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