Sin embargo, aunque en el episodio no deja de provocar una sonrisa, del mismo Jesús derivó una parábola que dirigió al pueblo (20: 9). Un hombre plantó una viña que arrendó a unos labradores antes de marcharse por una temporada (20: 9). Al cabo de un tiempo, envió a un sirviente para que cobrara el fruto de la viña, pero los viñadores se comportaron de una manera inicua. El primer enviado del dueño de la viña fue golpeado y despedido sin nada (20: 10). Lo mismo sucedió con el segundo (20: 11) e incluso el tercero acabó herido (20: 12). Después de aquellos tres intentos, el señor de la viña decidió enviar a su hijo en la esperanza de que sería respetado por los viñadores (20: 13). Sin embargo, los viñadores lo vieron de otra manera. Decidieron matarlo para apoderarse de la viña y, efectivamente, echándolo de ella, le dieron muerte (20: 14-15). ¿Ante semejante tesitura qué cabría esperar del señor de la viña? Pues estaba claro. Acabaría actuando, destruiría a los viñadores y entregaría la viña a otros (20: 16). La respuesta de la gente fue ¡Dios nos libre! porque captaron perfectamente lo que Jesús acababa de decir. Cualquier judío sabía que la viña era un símbolo de la condición de pueblo de Dios entregada a Israel (Isaías 5: 1 ss). Sin embargo, Israel no había sido fiel a la hora de dar los frutos que se esperaba de él. Dios lo había advertido una y otra vez – tres es un perfecto símbolo al respecto – e Israel no había respondido de la manera adecuada. Por citar sólo algunos ejemplos, a Amós lo habían amenazado con la muerte, a Isaías lo mataron, a Jeremías estuvieron a punto de quitarle la vida… En un momento determinado, Dios había enviado a Su propio Hijo a ver si, de esa manera, Israel respondía adecuadamente. Por desgracia, era obvio que los que dirigían a Israel matarían al Hijo y lo harían para así apoderarse totalmente de la condición de pueblo de Dios a su gusto y capricho. Al actuar así, sólo estarían labrando su ruina porque pueblo de Dios pasarían a ser otros. No puede sorprender la reacción de horror de los que habían escuchado a Jesús deseando que semejante eventualidad nunca pudiera producirse (20: 16), pero la respuesta de Jesús fue demostrar que lo que había dicho tenía como base la Biblia. Todo lo que estaba sucediendo no era más que el cumplimiento de la profecía del Salmo 118: 22. Los dirigentes de Israel rechazarían a la piedra – que, por supuesto, no era Pedro sino el mesías – pero ese mesías rechazado no sería derrotado sino que se vería confirmado como la piedra sobre la que se levantaría el edificio de Dios (20: 17). El texto resulta enormemente relevante porque al insistir el papado en que la piedra es Pedro lo que pretende es sustituir directamente a Cristo que, por cierto, es lo que significa la palabra anti-Cristo. No tanto el que está contra Cristo como el que pretende sustituirlo. Sin embargo, nadie que se oponga a Cristo puede esperar salir con bien. Todo el que cae sobre esa piedra se verá deshecho y todo aquel sobre el que cae esa piedra es pulverizado (20: 18).
La muerte de Jesús estaba a sólo unos días de distancia, pero ya había revelado lo que eso significaba para Israel. Ciertamente, no había cumplido con su misión como pueblo de Dios y esa condición sería dada a otros que sí dieran los frutos debidos. Lucas transmite así el mismo mensaje que encontramos en el Evangelio - medularmente judío – de Mateo (21: 43). Ciertamente, el mesías sería asesinado por los que se habían demostrado infieles una y otra vez rechazando y asesinando a los profetas, pero sobre ellos recaería el juicio, un juicio que no podía estar lejano. Además el Hijo de Dios asesinado se vería reivindicado al mostrarse como la piedra sobre la que se alzaría el templo de Dios. Sí, muchos desearían que no sucediera eso jamás, pero… pero todo se cumpliría de manera imposible de evitar.
CONTINUARÁ