Al responder a una pregunta formulada con el claro ánimo de atraparlo, Jesús no suscribió ni la tesis contraria a pagar el tributo procedente de los nacionalistas judíos ni la favorable a hacerlo sostenida por los herodianos aliados de Roma y los dirigentes judíos acomodaticios al poder extranjero. No. Jesús pidió que le enseñaran la moneda y preguntó de quién era la efigie que aparecía en ella, un detalle que, dicho sea de paso, muestra hasta qué punto Jesús tenía escasísimo contacto con el dinero. Tras verla, concluyó que había que, literalmente, “devolver a César lo que era de César y a Dios lo que era de Dios” (Lucas 20, 25; Mateo 22, 21; Marcos 12, 17). Semejante respuesta difícilmente podía contentar a unos o a otros, pero, como muy bien habían dicho sus interlocutores, a Jesús no le importaba la opinión de los demás sino que amaba la verdad. Por un lado, Jesús aceptaba el pago del tributo e incluso reconocía que el gobierno de César podía exigir que le devolvieran algo; por otro, era obvio que no permitía anteponer los intereses de los políticos a los mandatos de Dios al que todo es debido. Semejante respuesta excluía tanto mentir como otorgar al estado un poder absoluto sobre sus súbditos paralelo al poder de Dios. Por el contrario, dejaba claros los límites de ese poder: los de devolver lo que era propio. Nada más. La respuesta – veraz, inteligente, profunda - además impidió que Jesús pudiera ser acusado de nada.
Tampoco tuvo más éxito en la intención de atrapar a Jesús la cuestión que le plantearon los saduceos (Lucas 20, 27-40, véase también Mateo 22, 23-33; Marcos 12, 18-27). Como es bien sabido, a diferencia de los fariseos, los saduceos no creían en la resurrección e intentaron ridiculizar lo que consideraban una creencia absurda planteando a Jesús el caso de una mujer que, al enviudar, se hubiera casado con un hermano de su difunto marido cumpliendo lo dispuesto en la Torah. Para mostrar el supuesto como algo todavía más absurdo, los saduceos señalaron que la mujer en cuestión había ido contrayendo un matrimonio tras otro con los siete hermanos de la familia y, a continuación, le preguntaron con quién estaría casada cuando se produjera la resurrección. Como tantas preguntas relacionadas con temas espirituales, aquella no buscaba dilucidar la verdad sino burlarse meramente de una creencia que, bajo ningún concepto, se tenía intención de aceptar. Es exactamente la misma actitud que encontramos en personas cargadas de prejuicios que pueden aparentar dialogar, pero que, en realidad, sólo desean mostrar lo risible de las posiciones del adversario.
Como en ocasiones anteriores, Jesús no se dejó enredar en una disputa inútil y colocó el foco sobre sus interlocutores. Su problema no era, realmente, que desearan saber la verdad. A decir verdad, ésta no les importaba lo más mínimo. Su gran drama era que, al fin y a la postre, ni conocían las Escrituras ni creían en el poder de Dios. De no haber sido así, habrían recordado que, en las Escrituras, Dios se presenta como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, seres que debían estar vivos porque Dios no era Dios de muertos. Por añadidura, tampoco habrían dudado de que, en Su infinito poder, Dios podía traer a la vida a los que yacían entre los muertos. Dicho esto – y la cuestión quedaba flotando, de manera elegante, pero innegable, en el aire - ¿cómo podían los saduceos mantener la pretensión de controlar el culto del Templo cuando ni conocían lo que enseñaba la Torah ni confiaban en el poder del Dios al que, supuestamente, servían? Los escriban reconocieron que Jesús había respondido bien y no se atrevieron a preguntarle más (20: 39-40).
CONTINUARÁ