En el versículo 25, aparece, ciertamente, una referencia a la caída de los astros, a la falta de resplandor de la luna o al oscurecimiento del sol. Para el que no conoce el simbolismo propio de las Escrituras, se trataría de referencias a acontecimientos astronómicos cataclísmicos y previos a la Segunda venida. De ahí pueda que haya sólo un paso para lanzar profecías relacionadas con eclipses o fenómenos lunares que, por cierto, nunca se cumplen. Sin embargo, el estudio riguroso de la Biblia enseña que las palabras utilizadas por Jesús jamás tienen un significado literal sino que forman parte de un lenguaje simbólico referido a los juicios de Dios a lo largo de la Historia. Así, por ejemplo, cuando Isaías anunció la destrucción de Babilonia que tendría lugar en el 537 a. de C., escribió:
“He aquí el día de YHVH viene, terrible, es día de indignación y ardor de ira, para convertir la tierra en soledad, y raer de ella a sus pecadores. Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; y el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no dará su resplandor. Y castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes” (Isaías 13: 9- 11).
De manera semejante, al referirse a la destrucción del reino de Edom, Isaías señaló:
“Y todo el ejército de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército, como se cae la hoja de la parra, y como se cae la de la higuera. Porque en los cielos se embriagará mi espada; he aquí que descenderá sobre Edom en juicio, y sobre el pueblo de mi anatema” (Isaías 34: 4-5).
No se trata, ciertamente, de un lenguaje limitado a Isaías. Amós al anunciar la destrucción del reino de Israel en el 721 a. de C. afirmó:
Acontecerá en aquel día, dice YHVH el Señor, que ocasionaré que se ponga el sol a mediodía, y cubriré de tinieblas la tierra en el día claro. Y cambiaré vuestras fiestas en lloro, y todos vuestros cantares en lamentaciones; y haré poner cilicio sobre todo lomo, y que se rape toda cabeza; y la volveré como en llanto de unigénito, y su postrimería como día amargo (Amós 8: 9-10).
Lo mismo hallamos en el profeta Ezequiel que al anunciar la aniquilación del imperio egipcio escribió:
“Tras haberte aniquilado, cubriré los cielos y oscureceré sus estrellas; con nubes cubriré el sol y la luna no dará su luz. Oscureceré por tu causa todos los astros brillantes del cielo y pondré tinieblas sobre tu tierra declara YHVH Dios”. (Ezequiel 32: 7-8).
En todos los casos, el lenguaje profético está anunciando el final de un poder a causa del juicio de Dios y lo hace usando imágenes cósmicas que no son literales, pero sí poderosamente reveladoras. Esto no debería sorprendernos porque hablamos habitualmente del eclipse de un imperio, del oscurecimiento de una carrera política, del ocaso de una nación, etc. Sin embargo, algo tan simple es pasado por alto por muchas de las personas que leen las palabras de Jesús en este discurso. La realidad es que lo que Jesús estaba diciendo a sus discípulos sobre Jerusalén y la nación judía era exactamente lo mismo que otros profetas habían dicho sobre Edom, Babilonia o Egipto: el castigo de Dios iba a ser tan radical que podría simbolizarse con la pérdida de luz del sol y la luna e incluso al desplome de las estrellas. No otra cosa sucedió en el año 70 d. de C., en Jerusalén.
Precisamente, al ser aniquilado todo el sistema religioso judío, quedaría de manifiesto la señal del Hijo del hombre en el cielo. El texto original no dice que se vería en el cielo la señal del Hijo del hombre sino que quedaría de manifiesto la señal del Hijo del hombre, el que está en el cielo. Este Hijo del hombre estaría viniendo en las nubes, con poder y gran gloria. De nuevo, interpretar el texto como una referencia a la Segunda venida es tentador, pero, una vez más, implica pasar por alto el lenguaje específico de las Escrituras. La venida en las nubes, el juicio y el lamento de las tribus de la tierra (es decir, las tribus de Ha-arets: Israel) se cumplieron en el año 70 d. de C.
Una vez más, el lenguaje profético habitual nos muestra el uso de ese vocabulario para referirse al juicio de Dios en cualquier época de la Historia. Así, la imagen del Dios que cabalga sobre las nubes para enfrentarse con Sus enemigos es muy común en la Biblia y la podemos encontrar, por ejemplo, en el Salmo 104: 3, donde se nos dice que El es “el que establece sus moradas entre las aguas, el que pone las nubes como su carroza, el que anda sobre las alas del viento”. No hace falta decir que las expresiones poéticas no son, ni de lejos, una descripción literal. Pero es que además, los profetas describen muchas veces a Dios como alguien que viene sobre las nubes para ejecutar el juicio. Así, en Isaías 19: 5 podemos leer:
“Carga acerca de Egipto. He aquí que YHVH monta sobre una ligera nube, y entrará en Egipto; y los ídolos de Egipto temblarán delante de él, y desfallecerá el corazón de los egipcios dentro de ellos”.
Más elocuente si cabe es el inicio del libro de Nahum donde se anuncia la aniquilación del imperio asirio de la siguiente manera:
“Profecía sobre Nínive. Libro de la visión de Nahum de Elcos. YHVH es Dios celoso y vengador. YHVH vengador y lleno de indignación. Se venga de sus adversarios y reserva la ira contra sus enemigos. YHVH es tardo para la ira y grande en poder, y no tendrá por inocente al culpable. YHVH marcha en la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies”.
En todos y cada uno de los casos, no hay referencia a una visión literal de Dios sobre nubes sino a una simbología referida al juicio, un juicio que se ejecuta históricamente sobre las naciones sin excluir al pueblo de Israel.
Por cierto, no deja de llamar la atención que Josefo narre que los judíos que sufrieron el asedio de Jerusalén – y que en no pocos casos eran conscientes de que se enfrentaban a un juicio de Dios – “cuando se ponía en funcionamiento la máquina y se arrojaba la piedra, se avisaban y se gritaban en su lengua materna: ¡Viene el hijo!”, una expresión sobre la que merecería la pena reflexionar [1].
En el caso de Jesús el mesías, esa simbología de venida sobre nubes quedaba además reforzada por el hecho de que en las nubes habría comparecido ante el Padre precisamente como el Hijo del hombre. Así en Daniel 7: 13-14 se había profetizado:
“Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”.
Es bien revelador que tanto la fuente lucana como la marcana señalan que la última vez que los discípulos vieron a Jesús lo contemplaron ascender en una nube (Hechos 1: 9; Marcos 16: 19) al Padre para sentarse a Su diestra en lo que es un claro cumplimiento de la profecía de Daniel. Pero lo que para los discípulos había sucedido efectivamente – el Hijo del hombre estaba en el cielo sentado con poder a la diestra del Padre - quedaría de manifiesto en el 70 d. de C. cuando todo el sistema religioso judío se desplomara con la destrucción del templo. Entonces no podría haber la menor duda de que el viejo pacto había sido sustituido por uno nuevo. Entonces quedaría especialmente de manifiesto el significado de la muerte de Jesús. Como escribiría el autor de la carta a los hebreos (8: 13): “Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y sigue envejeciendo, está próximo a desaparecer”. Ese nuevo pacto estaba en vigor desde el año 30 d. de C., pero en el 70 d. de C., con la destrucción del templo y de Jerusalén, la señal de que el Hijo del hombre estaba en el cielo y el nuevo pacto se hallaba en vigor resultaría irrefutable.
Precisamente porque todo esto iba a suceder en la generación en la que hablaba Jesús (21: 32), había que estar atentos a lo que sucedería (21: 31). Porque lo cierto es que acontecería de manera inevitable (21: 35).
CONTINUARÁ
[1] Guerra de los judíos V, 272.