El procedimiento ante el Sanhedrín sólo tenía una salida: llevar a Jesús ante el gobernador romano porque era el único con autoridad para imponer la pena de muerte. Roma había retirado de los judíos el ius gladii o derecho de aplicar la pena capital. De hecho, los pocos casos que conocemos de ejecuciones llevadas a cabo por judíos tuvieron, generalmente, lugar en vacíos de poder de Roma. Precisamente por esa circunstancia, las autoridades judías presentaron a Jesús como a un sujeto subversivo que extraviaba a la nación – la misma afirmación que figura en el Talmud – que se pronunciaba contra el pago del tributo imperial y que se proclamaba rey (23: 2). Pilato interrogó a Jesús, pero llegó a la conclusión de que las acusaciones que sus compatriotas vertían sobre él no tenían la menor base (23: 4). En un intento de forzar la mano del romano, los judíos señalaron que la subversión supuestamente provocada por Jesús había venido desde Galilea hasta Judea (23: 5). Se trataba de una afirmación muy maliciosa porque equivalía a señalar que Jesús procedía del mismo lugar que habían venido otros rebeldes contra Roma de hacía no tantas décadas. Si Pilato, pues, no castigaba a Jesús estaría dejando pasar una posible rebelión violenta.
Pilato no se dejó engañar por las autoridades judías. Por el contrario, aprovechó la referencia a Galilea para declarar que entonces la competencia era de Herodes y que, por lo tanto, habría que llevarlo ante él (23: 6-7). Pero Herodes tampoco estaba dispuesto a condenar a Jesús. Le habría gustado que realizara alguno de esos milagros que le habían otorgado fama, pero Jesús no estaba dispuesto a darle esa satisfacción (23: 8-9). Por supuesto, las autoridades judías insistieron en la peligrosidad de Jesús, pero sin el resultado deseado. Herodes, a fin de cuentas, se limitó a burlarse de Jesús y, tras vestirlo espléndidamente – seguramente, otra manera de reírse de él – lo devolvió a Pilato (23: 10-11). Lucas consigna que desde ese día, Herodes y Pilato, previamente enemistados, se convirtieron en amigos (23: 12). La razón era evidente: ambos aborrecían a las autoridades religiosas judías y se habían dado el gusto de desairarlas en un deseo tan acariciado como el de conseguir una condena a muerte contra Jesús.
Desde luego, Pilato no tenía la menor duda de la inocencia de Jesús. Estaba dispuesto a darle una paliza legal para satisfacer a las autoridades judías (23: 16), pero le parecía absurdo llevar todo hasta el extremo de condenarlo a muerte (23: 13-15). De hecho, Pilato incluso quiso dar un barniz de legalidad a su propósito de poner en libertad a Jesús apelando a una norma – por cierto, recogida en el Talmud - que implicaba soltar a un preso en la Pascua (23: 16-17). Para facilitar su propósito, colocó como alternativa a Barrabás, un sujeto que sí era culpable realmente de sedición y que además había estado implicado en un homicidio (23: 19).
Sin embargo, el resto del procedimiento no se desarrolló como habría deseado Pilato. La turba y las autoridades judías insistieron en que crucificara a Jesús a pesar de que el romano ofreció de nuevo aplicarle un castigo antes de soltarlo (23: 20-23). Como señala claramente Lucas, al fin y a la postre, prevalecieron (23: 23). En otras palabras, la injusticia más criminal se impuso sobre una administración de justicia convencida de la inocencia del reo. Como indica muy adecuadamente Lucas, Pilato, al final, se plegó a lo que le pedían (23: 24). De esa manera, un subversivo y asesino salió a la calle mientras que Jesús quedó sometido a la voluntad de sus enemigos (23: 25).
El relato de Lucas – terso, sencillo, sin la menor concesión al dramatismo – cuenta con una profundidad innegable bien lejana del sensacionalismo de relatos como los recogidos en el arte o en La Pasión de Mel Gibson. El horror es suficientemente obvio como para no tener que dar brochazos de sangre, tanto que recuerda más a páginas escritas por Kafka, Tolstoi o Dostoyevsky. Un hombre totalmente inocente es detenido por gente que lo envidia, que lo aborrece y que sólo desea su muerte. El hecho de que se trate de la dirección espiritual de Israel, de que se trate de dirigentes espirituales, de que se trate de los supuestos representantes de Dios no disminuye el horror de la injusticia sino que lo acentúa. Decidida su muerte de manera aparentemente legal, esas autoridades espirituales llevaron a Jesús ante el único que podía condenarlo a la última pena. Para conseguirlo, recurrieron además a una falsa acusación que predispusiera a Pilato en contra del arrestado. Pero Pilato era un hombre avezado y no se dejó engañar. Por el contrario, derivó a Jesús hacia Herodes. Tampoco Herodes quiso mancharse las manos de sangre. Conocía de sobra al Sanhedrín y devolvió a Jesús. A decir verdad, el asco que tanto el romano como el monarca sentían hacia aquellas autoridades religiosas corruptas era tan colosal que se hicieron amigos sobre la base del común desprecio.
Al final, no prevaleció el más mínimo ejercicio de la justicia sino la conveniencia personal. Sí, una de las circunstancias más terribles de este mundo es que la justicia no es ni ciega ni imparcial. Por supuesto, a veces, sólo se equivoca, pero, otras, se corrompe simplemente y cede ante presiones superiores. Cuando así sucede, no se detiene ante el derramamiento de sangre. El caso de Jesús constituye un claro ejemplo. Por ello, precisamente, no debería sorprendernos que Jesús anunciara el final del sistema religioso judío (capítulo 21) ni que Roma, apenas unos años antes, sufriera un colapso institucional que puso en peligro su supervivencia. La justicia de los hombres puede fallar, pero la de Dios es inexorable.
CONTINUARÁ