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Jueves, 14 de Noviembre de 2024

Lucas, un evangelio universal (LXIII): la última Pascua (VIII): la crucifixión (I): (23: 26-49)

Domingo, 20 de Marzo de 2022

La cruz se ha convertido con el paso de los siglos en algo tan imbricado en nuestra cultura que, entre los efectos de semejante actitud, se halla incluso el que haya personas que le rindan culto o que la lleven como un símbolo colgada del cuello o colocada en el pecho.  Como tantas prácticas nacidas del atavismo de siglos contribuyen de manera sustancial a desdibujar y diluir el significado que tenía la cruz y que, desde luego, era más que obvio para Jesús y sus contemporáneos. Resulta, por ello, indispensable indicar lo que en términos históricos y sociales significaba la cruz.

Como modo de muerte, la cruz no fue una invención romana.  Se suele afirmar de manera convencional que los persas fueron los primeros en recurrir a esta forma de ejecución incluso de manera masiva [1], pero también encontramos la cruz en pueblos bárbaros[2], en los escitas[3], en los asirios[4],  en los indios [5],  los celtas - que llegaron incluso a añadir a las ejecuciones un contenido religioso[6] - e incluso los judíos.  De hecho, Alejandro Janneo ordenó la ejecución en la cruz de ochocientos fariseos [7] y en la Mishnah se nos informa de que Simeón b. Shetah crucificó a setenta u ochenta brujas en Ascalón [8].

Los griegos y los romanos también crucificaron a condenados, pero no deja de ser llamativo que contrastaban sus ejecuciones con las de los bárbaros, aparentemente, más terribles [9].  La realidad, sin embargo, es que la pena de cruz tal y como se ejecutaba en el ámbito de poder de Roma era, ciertamente, pavorosa. Séneca, por ejemplo, [10]nos ha dejado constancia de que no era extraño que a los ejecutados se los clavara en la cruz cabeza abajo o que los empalaran por sus partes pudendas.  Al igual que en una de las escenas finales de la película Espartaco también se daban los casos de los prisioneros de guerra a los que se obligaba a combatir entre ellos y después se crucificaba no pocas veces después de haber sido flagelados o torturados[11].  De manera semejante, Tácito ha transmitido la noticia de cómo a los cristianos crucificados por Nerón además se les sometió a otros tormentos e incluso se les prendió fuego [12].

Incluso si las penas adicionales hubieran sido suprimidas, la crucifixión habría seguido siendo un castigo espantoso.  Al respecto, los romanos no se llamaban a engaño.  Cicerón, en el siglo I a. de C., calificaba la cruz como summum suplicium, es decir, el suplicio supremo[13].  No exageraba.  El gran jurista romano Julio Paulo afirmó en sus Sentencias que la cruz era el primero de los tres summa suplicia, los tres suplicios máximos.  Justo detrás de la cruz iba la hoguera (crematio) y la decapitación (decollatio)[14]

La crucifixión no era el castigo de gente con cierto desahogo económico sino que se aplicaba únicamente a los miembros de las clases muy inferiores, los denominados humiliores.  De manera semejante, se circunscribía su aplicación a categorías consideradas especialmente odiosas en Roma.  Era el caso de los rebeldes extranjeros como los cántabros españoles que cantaban desafiantes mientras los romanos los crucificaban [15] o los judíos sublevados contra Roma en el 66 d. de C.[16]  Lo era también el de los criminales violentos y los bandidos como, seguramente, fue el caso de Barrabás y el de los condenados a sufrir el suplicio al lado de Jesús.  Finalmente, se aplicaba a los esclavos rebeldes y así no sorprende que cuando las fuerzas de Espartaco fueron derrotadas, su vencedor, Craso, ordenara crucificar a seis mil derrotados en la Vía Apia que iba de Capua a Roma [17].  

A pesar de todo lo señalado, la crucifixión no sólo implicaba un doloroso suplicio reservado a lo que se consideraba la hez de la sociedad – los reos eran clavados a la cruz y no pocas veces torturados con anterioridad – sino la suma humillación.  El crucificado era un verdadero desecho social ante el cual los testigos de la ejecución sólo podían mostrar desprecio y asco. No sorprende que las fuentes romanas rehuyan referirse a ella y los testimonios sean muy escasos.  Resulta comprensible porque el condenado era exhibido desnudo a la vergüenza pública; se le exponía como lo más bajo del cuerpo social y además se le sometía a horribles dolores que podían prolongarse durante días. De hecho, no puede descartarse que la flagelación despiadada de los soldados romanos quebrantara de tal manera a Jesús que adelantara su muerte.

La vergüenza indescriptible – en todos los sentidos – que llevaba aparejado el suplicio de la cruz permite comprender no pocas referencias bíblicas y extrabíblicas cuya importancia pasamos por alto con lamentable frecuencia.  El hecho de que Jesús enseñara a sus discípulos que los que deseaban seguirlo tenían que tomar la cruz (Mateo 16: 24) no era una enseñanza – como tantas veces se ha dicho – relacionada con soportar con paciencia una enfermedad molesta, una suegra incómoda o un jefe irritable.  A decir verdad, es una más que punzante y comprometedora advertencia de que el hecho de seguir a Jesús implica tener que sufrir no sólo el máximo dolor sino también la máxima vergüenza y el máximo rechazo de la sociedad.  También explica porque tan sólo unos años después el apóstol Pablo pudo hablar de que la palabra de la cruz era una locura (I Corintios 1: 18).  El apóstol no se refería a una mera controversia intelectual – como muchos creen – sino al hecho de que resultaba profundamente repugnante la idea de seguir a un detritus social clavado en una cruz.  Por supuesto, el filósofo Sócrates había sido ejecutado injustamente por la ciudad de Atenas y algún dios aislado de la mitología clásica había muerto, pero en ningún caso, ni siquiera de lejos, habían seguido la suerte repugnante de los más miserables desechos de la sociedad, la suerte precisamente sufrida por Jesús.

Hasta qué punto la locura de la cruz no era una simple cuestión intelectual sino algo muchísimo más grave lo podemos ver también en los textos de los apologistas cristianos.  Minucio Félix, en su obra Octavio - donde un cristiano se enfrenta con un detractor pagano que lo acusa de adorar a un criminal y su cruz (hominem noxium et crucem eius)[18] - deja constancia de que los cristianos no rinden culto a las imágenes incluyendo la cruz [19] a diferencia de los paganos que sí veneran imágenes de madera.  Sin embargo, orilla entrar a discutir la muerte en la cruz consciente de hasta qué punto constituía una realidad que sólo podía causar un desprecio y un asco profundos en sus interlocutores.

Cuando se comprende esta circunstancia se puede también captar el interés de los adversarios judíos de Jesús porque su muerte fuera en la cruz y su empeño en gritar ¡Crucifícalo! ante Pilato.  Jesús no sólo agonizaría en medio de indecibles dolores, no sólo se vería expuesto a pública vergüenza y horrible burla sino que también se convertiría en un maldito desacreditado para siempre.  Para los judíos porque así lo establecía la Torah (Deuteronomio 21, 22-23) y para los gentiles porque dejaba de manifiesto que el ejecutado era una basura, una carroña, una escoria a cuyas enseñanzas nadie con un mínimo de dignidad podría prestar jamás oidos.   Sólo cuando se comprende esta realidad, se puede decir que alguien se ha acercado mínimamente al significado humano de la cruz.           

CONTINUARÁ

 


[1]   Pueden verse algunos ejemplos en Herodoto, I.128.2; 3.125.3; 3.132.2; 3.159.1. Tucídides 1.110.1; Plutarco, Artajerjes, 17.5.

[2]  Justo Lipsio, De cruce, Amsterdam, 1670, pp. 47 ss.

[3]  Diodoro Sículo 2. 44. 2.

[4]  Diodoro 2. 1. 10.

[5]  Diodoro Sículo, Biblioteca, 2. 18. 1.

[6]  Diodoro Sículo 5.32.6 los acusa de ser monstruosamente impíos ya que ofrecen a los crucificados a sus dioses.

[7]  Josefo Guerra, I. 97 ss.

[8]  Sanhedrin 6. 5.

[9] Un ejemplo en Diodoro Sículo 33.15.1.

[10]  De Consolatione ad Marciam, 20. 3.

[11]  Flavio Josefo, Guerra, V. 449-51.

[12]  Anales XV. 44.4.

[13]  In Verrem II. 5. 168.

[14]  Julio Paulo, Sentencias V. 17. 2.

[15]  Estrabón III. 4. 18.

[16]  Josefo, Guerra, III. 321.

[17]  Apiano, Bella Civilia, I. 120.

[18]  Octavio, XXIX, 2.

[19]  XXIX, 6 ss.

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