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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

Lucas, un evangelio universal (LXVI): la última Pascua (XI): la resurrección (II): (24: 13-35)

Domingo, 19 de Febrero de 2023

Entre los episodios de aquel domingo en que resucitó Jesús, Lucas destaca el de los dos discípulos que iban camino de Emaús. Esta localidad se encontraba situada a unos once kilómetros de Jerusalén (24: 13) y once kilómetros da para hablar mucho y da para hablar mucho más cuando se ha sufrido un trauma como la ejecución pública y vergonzosa de una persona en la que se han puesto todas las esperanzas (24: 14).  Posiblemente inmersos en la discusión de su perplejidad, los dos caminantes no se percataron de que se les acercaba un viajero hasta que lo tuvieron a su altura.  El viajero acabó dirigiéndose a ellos y preguntándoles por la causa de una tristeza que debía saltar a la vista (24: 17).  Cleofás – que es como se llamaba uno de ellos – le respondió con una pregunta retórica: ¿era posible que fuera la única persona que había pasado por Jerusalén esos días y no se hubiera enterado de lo que había sucedido? (24: 18).  Cuando el inesperado acompañante de viaje pidió que le aclararan a qué se referían, los dos le respondieron quizá incluso al unísono (24: 19).  A quién se referían era a Jesús de Nazaret, que había sido un profeta.  El poder que tenía se había manifestado tanto en sus hechos como en sus palabras expuestos ante Dios y ante el pueblo (24: 20).  Sin embargo, ese Jesús había corrido una suerte trágica.  Tal y como señalaría el Talmud siglos después, los dirigentes espirituales del pueblo judío lo habían sentenciado a muerte y lo habían crucificado.  Sí, por supuesto, el gobernador romano había tenido un papel instrumental porque las autoridades judías no podían ejecutar la pena de muerte, pero era obvio quienes eran los responsables de aquella ignominiosa injusticia.  Curiosamente, en el Talmud se afirma lo mismo.  Ni una mención al papel de Pilato.  Por el contrario, se señala – y justifica – que las autoridades judías lo hicieron para quitarse de encima a alguien que extraviaba al pueblo.  Ni que decir tiene que aquellos dirigentes estaban satisfechos – sus sucesores seguían estándolo siglos después cuando se redactó el Talmud – pero para aquellos dos judíos de a pie, como, sin duda, para otros, la crucifixión de Jesús había sido un golpe extraordinario porque de él esperaban que redimiera a Israel, en otras palabras, que fuera el mesías esperado durante siglos (24: 21).  Habían pasado tres días y, desde luego, no se habían recuperado. Para colmo, algunas mujeres que seguían a Jesús habían acudido al sepulcro y lo habían encontrado vacío aunque también se habían topado con unos ángeles que les habían dicho que Jesús estaba vivo (24: 22-23).  Que la tumba estaba vacía lo habían corroborado otros discípulos que fueron a comprobar lo que habían dicho a las mujeres, pero no habían visto a Jesús (24: 24).

Fue justo al llegar a ese punto de su relato, cuando el viajero dejó de adoptar una posición pasiva y los reprendió directamente acusándolos de tener muy poco en la mollera y de ser lentos para captar lo que había sucedido de acuerdo con el anuncio de los profetas (24: 25).  ¿Acaso no se habían dado cuenta de que resultaba indispensable que el mesías sufriera todo aquello y así entrara en su gloria? (24: 26).  Lo que relata a continuación Lucas resulta de una relevancia extraordinaria porque señala cómo el viajero apeló a la Biblia para demostrar que el mesías debía sufrir (24: 27).  No se refirió a una autoridad espiritual humana ni mencionó los milagros de Jesús ni mucho menos lo que hubieran podido decir los apóstoles o los precedentes rabínicos.  No.  Apuntó a la Biblia como única autoridad fiable.  Así, comenzó por Moisés y siguiendo por los profetas les mostró cómo todo aquello estaba profetizado.  Por supuesto, sólo podemos especular con los pasajes que citó, pero es muy posible que comenzara con la promesa contenida en Génesis 3: 15 de que la descendencia de la mujer – no la mujer como pretende la iconografía y la doctrina de la iglesia católica – aplastaría la cabeza del Diablo.  Seguiría posiblemente con la descripción de la ejecución del mesías al que taladrarían las manos y los pies (Salmo 22: 16).  Continuaría con las profecías que hablaban de cómo sus hermanos, los hijos de su madre no habían creído en él (Salmo 69: 8) y cómo le consumiría el celo por la casa de Dios (Salmo 69: 9) y cómo le darían a beber vinagre (Salmo 69: 21).  Más que posiblemente les citó del capítulo 53 de Isaías donde se describe de manera meridianamente clara la pasión del mesías siervo con multitud de detalles que se cumplieron en la pasión, muerte y sepultura de Jesús, pero donde también señala que una vez que el mesías siervo hubiera dado su vida en expiación por el pecado volvería a ver la vida (Isaías 53: 10). 

Sumidos en esta conversación, los tres llegaron a la aldea hacia la que se dirigían y el viajero hizo ademán de proseguir su camino (24: 28).  Sin embargo, aquellos dos discípulos estaban atrapados por lo que le habían escuchado y, alegando que se hacía tarde y que lo sorprendería la noche por el camino, le pidieron que se quedara (24: 29).  El viajero lo aceptó y entró a su casa.

Lo que sucedió entonces resultó totalmente inesperado.  Sentados a la mesa, aquel hombre echó mano del pan, dio gracias por él, lo partió y les dio (24: 30) y entonces, como si les hubieran quitado un velo de encima de los ojos, lo reconocieron (24: 31).  ¡¡¡Aquel hombre que los había acompañado, que había charlado con ellos, que les había mostrado cómo la muerte terrible de Jesús era el cumplimiento de las Escrituras… era Jesús!!!  ¡¡¡Había resucitado!!!  ¡¡¡Lo que habían dicho las mujeres era cierto!!!  Con seguridad, intentaron ahora abalanzarse sobre él y lanzarle un mar de preguntas, pero, justo en ese momento, Jesús desapareció de su vista (24: 31). 

De repente, todas las piezas encajaron.  ¿Podía ser de otra manera cuando los corazones les habían ardido por el camino mientras lo habían escuchado por el camino citar de las Escrituras que hablaban de los sufrimientos del mesías?  ¿Podía haber sucedido algo diferente cuando era obvio que Jesús no era un fracaso sino que en él se había cumplido lo anunciado por la Biblia?

La reacción inmediata – y es comprensible – de aquellos dos discípulos fue desandar los once kilómetros recorridos desde Jerusalén.  No importaba que se les hiciera de noche ni el cansancio acumulado por el camino ni la distancia.  Tenían que compartir todo con los once (24: 33).  A diferencia de las mujeres, los dos discípulos del camino de Emaús no se encontraron con un muro de incredulidad sino con la confirmación de lo que habían experimentado.  Sí, los once estaban al corriente de todo y creían que aquella resurrección había tenido lugar en verdad porque Jesús se había aparecido a Simón (34: 34).  Los dos discípulos insistieron entonces en que lo habían reconocido al ver cómo partía el pan (34: 35). Sin embargo, en esos momentos en que el domingo daba paso al lunes – recordemos que el día acababa y comenzaba con la puesta del sol – iba a suceder algo que nunca olvidarían…

CONTINUARÁ          

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