El pasaje resulta de enorme relevancia frente a la enseñanza de alguna secta milenarista como los testigos de Jehová que pretende que no fue resucitado el cuerpo de Jesús sino que resucitó espiritualmente – justo lo contrario de lo que narra Lucas – o de algunos teólogos como el católico Hans Küng que señalaba que la resurrección implicaba el paso a una nueva realidad, pero que el cadáver de Jesús nunca resucitó. Si algo resulta claro de este relato es exactamente todo lo contrario. No, no era un espíritu y sí, lo que podían ver - ¡y palpar! – sus discípulos era un cuerpo de carne en el que se percibían las heridas de la cruz (34: 40). A pesar de lo prodigioso de lo que estaba aconteciendo – o quizá precisamente por eso – los discípulos no terminaban de creer y es comprensible que así fuera porque todo aquello era demasiado bueno como para ser verdad y cuando se siente una alegría extrema surge el miedo de que no sea cierto lo que perciben nuestros sentidos. “Too Good to be True” que diría un americano. La reacción de Jesús no fue de reprensión sino de ayudar sus discípulos a comprender. Les pidió algo de comer que reafirmara la materialidad de lo que sucedía. Delante de ellos, comió el pescado y la miel que le mostraron (24: 41-43).
Lo que vino a continuación es la enésima muestra de donde reside la autoridad espiritual para los discípulos de Jesús. Podía haber apelado al hecho de que estaba allí, resucitado, en medio de ellos o podía haber hecho referencia a una autoridad religiosa distinta, pero Jesús apeló a las Escrituras (24: 44-45). A partir de las Escrituras – y no de su misma presencia allí – era como tenían que darse cuenta de que su mensaje era cierto. Curiosamente, es algo que Jesús dejó también de manifiesto en la parábola del hombre rico y Lázaro. Si los incrédulos no creen en lo que dice la Biblia, de nada les servirá que alguien regrese de entre los muertos (Lucas 16: 29-31). Son verdaderamente ignorantes y necios aquellos que esperan apariciones, acciones prodigiosas, revelaciones extraordinarias para creer porque la realidad es que es la Biblia la única fe de doctrina y conducta y Jesús lo repitió hasta la saciedad.
Las conclusiones que Jesús extrajo de la enseñanza de la Biblia fueron obvias. En primer lugar, sólo había sucedido lo que las Escrituras había anunciado, que el mesías padecería y sería levantado de entre los muertos al tercer día (24: 46). En segundo lugar, que ese hecho debía ser seguido por la predicación de la conversión a todas las naciones comenzando por la ciudad de Jerusalén, algo que puede comprobar cualquiera que lea el libro de los Hechos (24: 47). En tercer lugar, los discípulos, como testigos, serían los encargados de transmitir esa Buena noticia (24: 48). De manera bien reveladora, en el texto de Hechos 1: 6-8, Jesús ordena a sus discípulos que no se dediquen a calcular el tiempo de su regreso sino a ser testigos suyos hasta el último confín de la tierra. Pocos mandatos habrán sido desobedecidos de manera más rampante y necia a lo largo de veinte siglos y es que la gente prefiere hacer cálculos – generalmente, disparatados, ridículos y desmentidos por el paso del tiempo – sobre cuando regresará Jesús que comunicar su mensaje de salvación. Quizá es que también hay más idiotas – en el sentido etimológico del término en lengua griega – dispuestos a escuchar lo primero que lo segundo. En cuarto lugar, Jesús señala que los discípulos no estarán solos en esa tarea sino que recibirán un poder procedente de lo alto, el Espíritu Santo (24: 49). Tras estas palabras, Jesús los sacó en dirección a Betania y alzando las manos, los bendijo (24: 50).
Una lectura superficial del Evangelio sugeriría que, justo en esos momentos, Jesús fue elevado a los cielos, pero no es lo que Lucas dice. Por el contrario, él mismo nos deja constancia de que Jesús permaneció cuarenta días con sus discípulos hasta que fue ascendido a los cielos (Hechos 1: 3). La lectura correcta de estos últimos versículos debería ser que, tras aparecerse aquella primera vez, Jesús bendijo a sus discípulos camino de Betania y que también bendiciéndolos se despidió de ellos cuando ascendió al cielo (24: 51). Aquellos discípulos lo adoraron – una conducta bien significativa – y regresaron rebosantes de alegría a Jerusalén (24: 52). No dejaron de ser judíos que adoraban en el templo donde estaban siempre. La diferencia es que su corazón estaba lleno de gozo, que no dejaban de alabar y bendecir a Dios y que sabían que lo anunciado en las Escrituras se había cumplido (24: 53). Así concluye Lucas un evangelio extraordinario que nos ha ocupado bastante más de un año. La semana que viene, Dios mediante, comenzaremos a comentar el libro siguiente de la Biblia: el Evangelio de Juan.
CONTINUARÁ