Jueves, 28 de Marzo de 2024

Lucas, un evangelio universal (X): Las tentaciones (4: 1-8)

Domingo, 8 de Marzo de 2020

Inmediatamente después de ser bautizado por Juan, Jesús se retiró al desierto.  Una acción semejante contaba con notables paralelos en la Historia del pueblo judío.  Moisés había recibido la revelación directa de YHVH, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob en el desierto del Sinaí (Éxodo 3).  Lo mismo podía decirse de Elías el profeta (1 Reyes 19).  Más recientemente, los seguidores del Maestro de Justicia habían establecido su comunidad en el desierto, cerca de Qumran y el propio Juan el Bautista había actuado de manera semejante (Mateo 1, 1-8; Marcos 3, 1-12; Lucas 3, 1-9, 15-17; Juan 1, 19-28).  Al marcharse al desierto – insistamos en ello – Jesús se alineaba con la experiencia histórica del pueblo de Israel.

La intención de Jesús al dirigirse al desierto como narra Lucas y los otros sinópticos era “para ser tentado por el Diablo” (Marcos 1, 12-13; Mateo 4, 1-11; Lucas 4, 1-13).  Aunque se han producido varios intentos de negar la historicidad de ese episodio, los relatos que nos han llegado rebosan las marcas de la autenticidad.  En ellos nos encontramos con un Jesús que vio desplegadas ante él diversas maneras de cumplir con su vocación mesiánica.   Sin embargo, de manera bien reveladora, la concepción propia de Jesús ya estaba trazada en sus líneas maestras antes de dar inicio a su ministerio público y así quedaría de manifiesto en el episodio de las tentaciones en el desierto. 

Lucas hace referencia como la primera tentación a lo que denominaríamos la “vía social”.  Esta tentación nos arrastra a pensar que la gente necesita fundamentalmente pan, es decir, la cobertura de sus necesidades materiales más primarias (Lucas 4, 4).  Basta con ver a multitud de personajes que se presentan incluso con ribetes religiosos para darse cuenta de hasta qué punto esta tentación diabólica ha resultado bien en el seno de todo tipo de organizaciones sin excluir las eclesiales.  Demos a la gente la sopa boba, abrámosles los comedores, repartamos comida entre ellos y nos seguirán.  Porque, al final, la clave no es el bien del prójimo – al que un sistema asistencialista, como supo ver Gandhi, puede causar muchísimo daño – sino la manera en que al dar pan, ese prójimo nos queda sometido y además ese sometimiento lo podemos disfrazar de caridad cristiana.  Jesús se negó a caer en esa tentación.  Por supuesto, no negó que todos necesitan comer – de hecho, mostraría su compasión al respecto a lo largo de su ministerio - pero sí insistió en que la vida humana no depende únicamente de la satisfacción de esas necesidades.  Su ministerio mesiánico no sería una obra social y no lo sería porque era consciente de que, como afirmaba la Torah, el hombre debe vivir también de toda palabra que brota de la boca de Dios (Deuteronomio 8: 3).  La mera satisfacción de las necesidades materiales no basta para que el ser humano viva de manera plena – algo que, por cierto, supo ver también el materialista Karl Marx – sino que hay algo indispensable e irrenunciable para que así sea y es que también se alimente de la palabra de Dios.  Cuando ésta no se encuentra en las existencias humanas, el hambre seguirá presente aunque se manifieste en forma de amargura, ansiedad, angustia, resentimiento, codicia o lujuria.  El verdadero mesías, por lo tanto, jamás aceptará ser un dirigente social.  Es algo mucho más relevante y ceder ante esa tentación implica, lisa, clara y llanamente, someterse a los planes del mismísimo Diablo.

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