Para terminar de oscurecer la situación, en escena entró una mujer a la que nadie había invitado. Lucas señala que era una pecadora (v. 37) y es posible que con ese calificativo quisiera indicar que se dedicaba a la prostitución o que vivía en una situación de inmoralidad continua y fácilmente reconocible. Como los comensales no se sentaban sino que se tumbaban sobre lechos, la mujer se colocó detrás de Jesús y, acercándose a sus pies, comenzó a lavarle los pies con sus lágrimas, a secarlos con sus cabellos y a ungirlos con perfume (v. 38). Aquella conducta era intolerable porque, de entrada, que una mujer tocara a un hombre resultaba arriesgado. Si, por ejemplo, tenía la menstruación comunicaría su impureza al hombre y, en el caso de ser un sacerdote o un rabino, todavía resultaría peor si cabe. Aquel Jesús no sólo es que parecía tener poco cuidado con las normas de pureza ritual sino que además se saltaba la ley en favor de una mujer de pésima reputación. ¿Quién podría creer que aquel hombre era un profeta si no se percataba de algo tan obvio? (v. 39).
Fue precisamente en ese momento en que Jesús intervino. La comparación entre el fariseo y la pecadora debió resultar especialmente ofensiva para el primero. Las comparaciones podrán o no ser odiosas, pero la comparación con una prostituta no resulta precisamente agradable. La comparación además resultaba especialmente grave para el rabino porque su falta de cortesía era contrapuesta a la conducta de la mujer. ¿Por qué se comportó así la mujer? Un pésimo exégeta diría que porque buscaba el perdón de los pecados mediante las buenas obras, pero Jesús no dice nada parecido. Lo que había salvado a esa mujer era la fe, precisamente esa vía, esa mano tendida que recibe el perdón inmerecido de Dios y no las obras (v. 50). Precisamente porque la mujer había captado hasta qué punto no se merecía el perdón, hasta qué punto lo que recibía era pura gracia, hasta qué punto era algo que no podía adquirir por obras su amor rezumante de gratitud se ponía de manifiesto (v. 47). El fariseo no podía comprenderlo y además se escandalizaba por la sencilla razón de que no pensaba que tuviera que ser perdonado y porque, muy posiblemente, pensaba que sus obras le abrían las puertas de la salvación (v. 47). Pero sobre aquella pobre mujer, pecadora pública, Jesús podía pronunciar el perdón de los pecados y despedirla en paz (v. 48-50). El paralelo con la parábola del fariseo y del publicano (Lucas 18: 9-14) resulta más que obvio. Como también resulta obvio porque Jesús, a diferencia de otros rabinos y maestros, tenía un grupo de mujeres que lo seguía (8: 1). En él, habían hallado lo que jamás vieron en ningún dirigente espiritual : la curación física y espiritual (8: 2). En ese grupo estaba María Magdalena, una mujer que había sufrido una gravísima posesión demoníaca (v. 2) y también Juana, la esposa del intendente de Herodes a la que la altísima posición de que disfrutaba no parecía llenarla; Susana de la que no poseemos más datos y otras que lo servían con sus bienes (v. 3). En tan escasos versículos, se encierra toda una descripción de la actitud de Jesús hacia las mujeres y de la respuesta de éstas hacia él. No las consideraba seres humanos de segunda – como aquel cardenal de finales del siglo XX que no dudaba en señalar que las monjitas eran muy buenas, pero muy tontas – tampoco veía en ellas – como muchos Padres de la iglesia y los escolásticos – una puerta de pecado o un ser humano imperfecto. En ellas, contemplaba a seres humanos necesitados de cura, como los varones, incapaces de salvarse por si mismas, como los varones, y precisadas de recibir una salvación gratuita porque – como los varones – la salvación no la podía ganar. Aquellas mujeres habían comprendido, habían captado la realidad del mensaje de Jesús, habían decidido seguirlo y, de manera reveladora, serían las únicas que no lo abandonarían en su peor hora.
CONTINUARÁ