El primer elemento del relato es la inmensa impotencia del ser humano. Aquel endemoniado con el que Jesús se iba a topar no moraba entre las gentes. Nadie podía hacer nada por él en la ciudad y él, un urbanita, se había visto reducido a vivir en los sepulcros donde, presa de los demonios, se limitaba a caminar desnudo entre ataque y ataque. El problema era real. No había más que ver a aquel hombre. Sin embargo, él no podía sino sufrir su horrible posesión y sus conciudadanos habían optado por apartar de su vista el problema. Se trata de un patrón de conducta más que generalizado. El ser humano es incapaz de enfrentarse con situaciones más que sobrecogedoras – especialmente si son espirituales – y entonces esconde el problema bajo tierra – o entre los sepulcros – e incluso se inventa problemas que pretende corregir.
El segundo elemento es la realidad de la acción demoniaca en nuestro devenir cotidiano (v. 28-31). Aquel hombre era atormentado por demonios y no eran pocos. A decir verdad, podían incluso calificarse como legión (v. 30). Aquellos demonios no podían soportar la presencia cercana de Jesús – un fenómeno bien significativo – pero, a la vez, no podían resistir su proximidad. Para aquellos que hemos podido contemplar la presencia de demonios en los lugares más diversos – desde redacciones de medios de comunicación a iglesias – el pasaje resulta más que comprensible: por un lado, la inmensa santidad de Dios que sobrecoge al que la experimenta y, por otro, el pánico de unos demonios que no pueden enfrentarse con ella.
El tercer elemento es el poder irresistible de Dios. Sólo cuando ese poder aparece en escena es cuando el problema – el que los hombres son incapaces de solucionar - encuentra su solución (v. 33). Por otro lado, resulta obvio que ese poder no está sujeto a ceremoniales, fórmulas o comportamientos parecidos. El poder de Jesús era el poder de Dios y por eso arrojó a los demonios de manera inmediata. Todo lo contrario de esos exorcismos en los que el sacerdote se pasa meses intentando expulsar a un demonio infructuosamente. Más de una vez – y creo que no me equivoco – me temo que el demonio se ha descuernado de risa viendo cómo el clérigo arroja agua bendita, acerca imágenes o recita fórmulas ante el cuerpo del pobre desdichado al que domina. Por supuesto, fracasa porque no hay una micra de poder de Dios ni en él ni en sus ritos vacíos. Cuando además uno se entera de que no pocas veces el endemoniado acaba peor o incluso muere sin verse liberado no puede sino comprenderlo.
El cuarto elemento es la insistencia de las fuerzas demoniacas por no ceder del todo el terreno que han ocupado hasta ese momento. Los demonios pidieron a Jesús que los dejara entrar en los cerdos – hay quien dice que les cuesta mucho estar en seco, pero siempre me ha parecido una especulación - y Jesús lo consintió. Por supuesto, los demonios aprovecharon la situación (v. 33). Una vez dentro de los cerdos – riqueza principal de la región – se lanzaron al mar y acabaron con ellos. Era más que una conducta airada. Se trataba de todo un contragolpe.
El quinto elemento es que cada ser humano debe decidir. Aterrados los porqueros, salieron corriendo y contaron lo acontecido (v. 34) y, por supuesto, la gente salió a ver lo que había sucedido en realidad. No podía resultar más claro. Al lado de Jesús, encontraron al hombre como no lo habían visto jamás. Ya no era el pobre desdichado en manos de demonios sino alguien que estaba vestido y que se presentaba en su sano juicio. No era una ilusión óptica porque los testimonios resultaban unánimes (v. 35-36). Sin embargo, aquella gente tuvo miedo. Sí, no podían negar el prodigio, pero el coste había sido la riqueza de la región, los cerdos ahogados. Entre el poder de Dios y el coste económico, la gente sintió miedo… y pidió a Jesús que se marchara (v. 37). A decir verdad, frente a aquella tesitura sólo el antaño endemoniado suplicó a Jesús que le permitiera quedarse a su lado (v. 38). En estos versículos, aparece descrita, de manera elegante y tersa, una realidad de milenios. Por supuesto, que hay mucha gente a la que es dado contemplar el poder de Dios, pero entonces surgen otro tipo de consideraciones. ¿Seguir a Jesús implicará perder dinero? ¿Significará descender de posición? ¿Implicará perder amigos o incluso tener que enfrentarse con la familia? ¿Resultará en tener que abandonar ritos sociales y supersticiones? Y entonces muchos deciden pedir a Jesús que se vaya o, a lo sumo, sólo se acercan a él de noche, cuando nadie los ve, como hizo el maestro Nicodemo (Juan 3).
El sexto elemento es que la vida de discípulo implica obedecer a Jesús no según nuestros deseos sino según las órdenes del maestro (v. 38-39). El hombre liberado de los demonios habría deseado quedarse con Jesús, a su lado, en su cercanía. Sin embargo, Jesús le indico que lo que debía hacer era regresar al lado de la gente de su casa para darles testimonio de lo sucedido. Fue lo que aquel hombre hizo.
El relato, cuando se reflexiona cuidadosamente en él, contiene lecciones extraordinarias. Por supuesto, nos relata cómo Jesús tiene poder sobre los demonios y lo ejerce con absoluta facilidad y dominio. Pero también deja de manifiesto que es el propio ser humano – impotente frente al mal espiritual – el que, no pocas veces, prefiere decir a Jesús que se vaya porque entiende que lo que pueda perder no compensa la ganancia espiritual. Puestos en los dos platillos de la balanza, para muchos el dinero, la tranquilidad, la familia, la religión… pesan más que Jesús. Esa gente no recibirá liberación, no tendrá una vida libre del mal por la acción de Jesús y tampoco, por muchos ritos y ceremonias que acometa, conocerá la vida eterna.
CONTINUARÁ