Fue precisamente uno de esos casos en que Jesús expulsó a un demonio que provocaba mudez y que su víctima habló el que provocó el pasmo de la gente (11: 14). Sin embargo, cuando sucede este tipo de acontecimientos no faltan los que lo atribuyen directamente a la acción del Diablo (11: 14) o los que piden algún otro milagro a ver si con él pueden creer en el primero (11: 15).
La acusación lanzada contra Jesús – el Talmud sigue clamando siglos después que es un hechicero y un extraviador de Israel – carece – es fácil verlo – de toda lógica por la sencilla razón de que una casa dividida contra si misma no puede subsistir (11: 17). A decir verdad, lo suyo es que se desplome y lo mismo sucedería con Satanás si luchara contra si mismo (11: 18). Pero además existía una clara malicia en formular semejante aserto. ¿Era aplicable también a aquellos judíos que expulsaban demonios? (11: 18) ¿O acaso ellos sí que actuaban como instrumentos de Dios? ¿Significaba eso que sólo a Jesús le era negada esa condición? La realidad es que lo que pretendían sus enemigos era tan absurdo que resultaba lógico darse cuenta de que sus hijos podrían alzarse como testigos en su contra (11: 19).
En realidad, ante los ojos de los presentes se acababa de manifestar una realidad espiritual que, con seguridad, no deseaban ver, pero que resultaba innegable. Si Jesús expulsaba demonios por el dedo de Dios – una expresión para referirse al poder de Dios – el Reino de Dios había llegado y lo tenían delante de las narices. No se trataba sólo de que el acontecimiento que sus antepasados habían esperado durante siglos se había convertido en realidad sino que lo estaban pasando por alto. Peor aún. Lo despreciaban e incluso lo injuriaban. Con las pruebas delante de las narices se negaban a ver.
La consecuencia de esa actitud sólo podía ser fatal. No se percataban de que es el más fuerte el que se impone y si Jesús se imponía sobre Satanás es porque era más poderoso que él a pesar de su apariencia (11: 21-22). Sobre todo, no se daban cuentan de que lo que se ventilaba era más que una mera discusión teológica. El que no estaba con el Rey mesías cuyo reino ya estaba presente estaba contra él y el que no recogía con él simplemente desparramaba (11: 23).
Más de dieciocho siglos después, Abraham Lincoln utilizaría las palabras de Jesús para dejar de manifiesto que Estados Unidos no podría mantenerse en pie como una casa dividida. Lo mismo podría aplicarse a la España actual y a tantas naciones divididas profundamente. Sin embargo, la enseñanza de Jesús trasciende con mucho una crisis política por grave que pueda presentarse. El Reino de Dios llegó con él como rey, no ha dejado de avanzar a lo largo de los siglos y se consumará al final de la Historia. La cuestión está en la respuesta que cada ser humano le dé. ¿Captará la manera poderosa en que actúa o, simplemente, se quedará pasmado con alguna de sus manifestaciones? ¿Entrará en él o preferirá hundirse en su religiosidad y sus prejuicios? ¿Insistirá en sus méritos propios derivados de una más que errónea visión teológica o, por el contrario, aceptará el Señorío de Jesús? Cualquiera de esas reacciones puede darse y, de hecho, se da, pero sólo el que está verdaderamente con Jesús, no está contra él y sólo el que recoge con él – con él, no con alguien que pretende representarlo o con un club religioso que pretende tener la exclusiva – no desparrama.
CONTINUARÁ