Viernes, 19 de Abril de 2024

Lucas, un evangelio universal (XXVII): El juicio sobre la generación presente: (11: 24-32)

Domingo, 29 de Noviembre de 2020

Resulta más que reveladora la manera en que Jesús enlazó el tema de la acción demoníaca con la realidad de su tiempo.  El hecho de que en un momento determinado una sociedad, una cultura, un individuo se vean libres de la influencia diabólica no constituye una garantía para siempre.  A decir verdad, si ese proceso no se ve seguido por un cambio de vida real impulsado por Dios, su situación posterior será peor.  Es cierto que el espíritu inmundo se ve expulsado y vaga sin hallar reposo, pero, al fin y a la postre, acaba regresando (v. 24).  No sólo eso.  Además encuentra que puede operar en el contexto del que salió con más facilidad (v. 25) y lo hace acompañado de otros espíritu peores de tal manera que el resultado final es mucho más desdichado (v. 26).  No es difícil encontrar paralelos de estas palabras de Jesús en la Historia de los pueblos y de los individuos.  Los hallamos en ese alcohólico que dejó la bebida por un tiempo, pero que, sin un corazón regenerado, volvió a ella al cabo de una temporada y con ímpetus renovados.  Los encontramos en esas naciones que parece que logran librarse de algunos de sus demonios nacionales, pero que, en realidad, no cambian jamás su corazón para con Dios y, una y otra vez, incurren en los mismos pecados que derivan en dolor, sangre y miseria.  Los percibimos en esos movimientos religiosos que pueden parecer pujantes en algunas ocasiones, pero que siempre acaban marchitándose y las crisis espirituales que sobrevienen a continuación resultan pavorosas.  En todos y cada uno de los casos, pareció que la liberación sería definitiva, pero, al fin y a la postre, es temporal y el desplome resulta cada vez peor. 

La clave para entender por qué determinados movimientos espirituales, sociales o políticos fracasan y acaban teniendo peores consecuencias que la situación de la que arrancaron aparece expresada en los dos versículos siguientes (v. 27-28).  Jesús estaba enseñando aquellas cosas cuando entre la multitud se levantó una mujer y lanzó un “viva la madre que te parió” en versión judía, es decir, “bienaventurado el vientre que te trajo y los senos que mamaste”.  Si la enseñanza de Jesús se hubiera parecido siquiera lejanamente a la de la mariología católica, hubiera aprovechado las palabras de la mujer para contar las loas de su madre que – ya saben todos – es intercesora, madre de Dios, corredentora, dispensadora de todas las gracias y un larguísimo etcétera.  Sin embargo, Jesús jamás creyó ni mucho menos enseñó doctrinas semejantes y respondió de una manera directa, clara y contundente: “Bienaventurados son más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la guardan”.  No, la relación familiar, la relación con la propia María, la relación con una institución religiosa carecen realmente de importancia a la hora de expulsar de las vidas de una sociedad, de una nación o de una persona los poderes demoníacos.  Por más relevancia que le de el vulgo a todo eso no la tiene en absoluto.  La verdadera bienaventuranza está en escuchar la Palabra de Dios y en guardarla”.  Ésa es la clave real del enfrentamiento con Satanás y sus huestes y ésa es la clave para comprender el fracaso trágico de la generación en que vivió Jesús.

Por supuesto, era una generación religiosa, algunos la considerarían incluso piadosa, pero la verdad es que no pasaban de pedir señales sin la menor intención de convertirse.  Sólo recibirían, pues, la señal que Jonás – el profeta que invitó a los ninivitas a la conversión – había dejado (v. 29).   Esos ninivitas – paganos a fin de cuentas – condenarían a la generación presente porque se habían convertido escuchando a Jonás mientras que esta generación no había querido escuchar a alguien superior a cualquier profeta.  Lo mismo sucedería con la reina de Saba que condenaría a la presente generación porque ella había emprendido un dilatado viaje tan sólo por conocer la sabiduría de Salomón mientras que la generación presente había cerrado los oídos para no escuchar a alguien muy superior a Salomón (v. 31).  Sí, el mesías Jesús era superior a los profetas y al constructor del templo.  Sí, el mesías Jesús estaba predicando no una confesión religiosa, no la pertenencia a un club religioso, no la veneración de su madre sino la conversión que lleva a alguien a escuchar la Palabra de Dios y a cumplirla.  Sí, aquella generación que se negaba pertinazmente a escuchar sólo tendría el mensaje de conversión para eludir su destino fatal.  Sí, el desenlace de aquella disyuntiva sería que esa generación sufriría una suerte como la que lograron eludir los ninivitas con su arrepentimiento:  la existencia del pueblo judío se iría convirtiendo en violencia y amargura hasta que se vería arrastrado a la guerra civil, la revolución y el enfrentamiento con Roma; Jerusalén sería arrasada; del templo no quedaría piedra sobre piedra…  No debería sorprendernos ese desarrollo histórico ni tampoco debería nadie considerarse superior a aquella desdichada generación judía.  Al fin y a la postre, ése es el destino de cualquiera que, en lugar de volverse a escuchar la Palabra de Dios y a obedecerla, pierde el tiempo regresando a los pecados de antaño, ensalzando a la madre de Jesús o confiando en instituciones religiosas.

CONTINUARÁ   

 

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