Un ejemplo extraordinario de ese material lo constituye la parábola del buen samaritano. Célebre como es, ha sido objeto de interpretaciones penosas a lo largo de los siglos. San Agustín, por ejemplo, interpretaba que el herido era el género humano, que el samaritano era Cristo, que la posada era la iglesia y que las dos monedas que el samaritano entregaba al mesonero eran los dos sacramentos, es decir, el bautismo y la cena del Señor porque, claro a esas alturas históricas, todavía no había siete sacramentos. Era una exégesis ingeniosa, pero disparatada. También es verdad que peor ha sido la interpretación del papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti donde la parábola es el pretexto para una inmigración descontrolada aunque entre los lugares que deben ser invadidos no se sitúe la ciudad del Vaticano. La realidad del texto lucano es, sin embargo, muy diferente. De entrada el punto de arranque es la cuestión sobre qué debe hacerse para ganar la vida eterna, en otras palabras, el interlocutor de Jesús, un intérprete de la Torah, creía como muchos otros que la salvación es algo que se gana, que se obtiene, que se recibe tras realizar acciones y ceremonias concretas. Lo que deseaba saber era, a juicio de Jesús, cuáles eran (10: 25). La respuesta de Jesús consistió en una pregunta: ¿Qué era lo que decía la Torah y – cuestión muy importante - cómo lo veía quien hablaba con él? (10: 26). La respuesta del intérprete fue de manual: amar a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente y al prójimo como a uno mismo (10: 27). La respuesta de Jesús fue demoledora: si, efectivamente, haces eso, tendrás la vida (10: 28)… el gran problema es que nadie, absolutamente nadie, vive así y, por lo tanto, así no se puede tener la vida. No sólo eso. Como señala Pablo en Romanos 3: 19-20: “Sin embargo, sabemos que todo lo que la ley dice, a los que están bajo la ley lo dice a fin de que se cierre toda boca y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado ante de él dado que por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. En otras palabras: “tu crees que la salvación es por obras. Bien, dime cuáles. ¿Esas? ¿Y éstas seguro de que vives de acuerdo con ellas?”. De manera extraordinariamente sutil, podría incluso decirse que elegante, Jesús le había mostrado al intérprete de la ley que no podía soñar en salvarse por sus obras. Era obvio que no estaba a la altura de lo que él mismo proclamaba. Pero el intérprete de la ley no se quiso dar por vencido. Por el contrario, intentó justificarse. Para colmo, como tanto fanático religioso, no dudó en meterse en un nuevo lío preguntando quién era el prójimo (10: 29). Y, como en tantas ocasiones, Jesús aprovechó el error de sus interlocutores para añadir un plus a su enseñanza, en este caso, en forma de parábola. La idea de que alguien descendiera de Jerusalén a Jericó y lo asaltaran unos bandoleros no era disparatada sino cotidiana (10: 30). Tampoco lo eran las reacciones de los que se encontraron con el pobre hombre desvalijado y herido. El sacerdote pasó de largo (10: 31) sabedor de que tocar un cadáver lo convertiría en impuro ritual y si bajaba a Jerusalén para servir en el templo semejante condición era intolerable. Entre la pureza ritual o socorrer a un infeliz optó por lo primero. Lo mismo sucedió con el levita y, previsiblemente, por las mismas razones. Fue entonces cuando acertó a pasar por el lugar un samaritano. Los samaritanos y los judíos se llevaban a matar por razones históricos de siglos. Incluso, aunque ambos creían en la Torah, diferían en el texto y en el lugar donde debía estar el templo. Sin embargo, todas aquellas consideraciones no pesaron en ese momento en el samaritano. El sentimiento que se impuso fue el de sentir misericordia hacia el pobre desdichado (10: 33). Le practicó una cura de urgencia – el vino con el alcohol que lleva desinfecta las heridas, el aceite sirve para ejercer sobre ellas un efecto molificante – lo sentó en su cabalgadura y lo condujo al primer lugar habitado que había cerca, un mesón (10: 34). Allí cuidó del herido, pero las obligaciones lo reclamaban – seguramente, no era menos celoso de ellas que el sacerdote y el levita – y tuvo que marcharse, pero antes le dejó dinero al mesonero para que se ocupara de él con la promesa de que cualquier gasto de más – dos denarios era el salario de dos días de un jornalero – él se lo abonaría a la vuelta (10: 35). La pregunta se imponía ahora: de todos aquellos personajes que se encontraron con el herido y robado, ¿cuál se había comportado realmente como si fuera su prójimo? El intérprete de la ley no se sintió cómodo, pero no tenía más remedio que responder a una persona a la que había abordado él en primer lugar. La respuesta fue un prodigio de contestación que elude decir la odiosa palabra “samaritano”. El que se había comportado como verdadero prójimo era el que se había comportado misericordiosamente (10: 37). La respuesta de Jesús fue que hiciera lo mismo lo que era una manera clara de decir que no lo hacía, que era culpable ante la ley y que resultaba una necedad que pensara que la salvación se puede obtener por obras.
Sin duda, el episodio es uno de los más notables y cabales de los evangelios. Jesús dejó de manifiesto – lo hará de forma aún más contundente unos capítulos más tarde – que el que pretende salvarse por sus méritos es un necio. De hecho, basta leer la ley para percatarse de que tal supuesto es imposible ya que la ley nos muestra no que somos justos sino que resultamos innegablemente pecadores. Sin embargo, eso no implica que no haya que ser obedientes a las enseñanzas de Dios. Todo lo contrario. El amor al prójimo, imperfecto como es, ciertamente no nos ganará la salvación, pero sí nos permitirá mostrar una de las cualidades divinas más hermosas: la misericordia por encima de cualquier división humana.
CONTINUARÁ