Para millones de personas, el cristianismo es una suma de ceremonias, ritos, tradiciones, atavismos e incluso de algunas creencias no pocas veces difusas. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que seguir a Jesús implica, en primer lugar, tomar decisiones y esas decisiones tienen consecuencias. ¿Desea uno tener puntos de vista – los propios de Jesús – en cuestiones como el dinero, el trabajo, la vida cotidiana…? ¿Decide uno colocar sus preocupaciones en un sentido u otro, pero de acuerdo a la enseñanza de Jesús? ¿Asume uno la cosmovisión que nace de Jesús? Pues que nadie se engañe: habrá conflicto. El mismo Jesús lo anunció con enorme claridad. En lugar de crear una realidad meliflua y rosada, Jesús era consciente de que venía a prender fuego al mundo (12: 49). Jesús no era un agitador social de los que lanzan a los infelices a la brega mientras ellos se protegen. Por el contrario, el primero que se vería sumergido – bautizado – en la situación provocada por su predicación sería él y esa perspectiva resultaba sobrecogedora (12: 50). Su misión no era lo que la gente entiende por paz sino la disensión (12: 51), una disensión que atraviesa, no pocas veces, el mismo mundo de la familia (12: 52-53). Existe un énfasis muy acentuado en la manera positiva en que el cristianismo afecta a la familia. Algunos han convertido incluso esa visión en la razón de su vida. De hecho, de creer lo que dicen algunos, la familia – que es una institución natural varios milenios anterior al nacimiento de Jesús – desaparecería irremisiblemente si no se ajusta a criterios confesionales. Por el contrario, ser cristiano garantizaría una vida familiar feliz. Comprendo el valor propagandístico de esos lemas, pero tienen un problema: no se corresponden con la verdad. Ciertamente, hay familias que se han reconstruido tras volverse a Dios. Ciertamente, el modelo de familia que hay en las Escrituras – en las Escrituras, ojo - es óptimo y puede deparar mucha felicidad. Sin embargo, no es menos cierto que el seguir a Jesús puede provocar verdaderos seísmos en el ámbito de la familia. Ese padre que considera que su hijo se ha vuelto loco porque ha decidido seguir a Jesús en lugar de ganar dinero; esa madre a la que horrorizan los riesgos que puede correr uno de sus retoños si sigue a Jesús; ese cónyuge al que espanta la manera en que administra el tiempo y el dinero la persona con la que convive son sólo algunos ejemplos de la veracidad de la afirmación de Jesús. El evangelio puede convertir un hogar infernal en un paraíso, cierto, pero también puede trastornar radicalmente una familia en la que algunos miembros siguen viendo todo como el mundo y no como Jesús.
A fin de cuentas, seguir a Jesús implica tomar decisiones y esas decisiones derivan en consecuencias. En realidad, basta con mirar con un mínimo de realismo lo que hay a nuestro alrededor y se capta. Pero, lamentablemente, hay personas que pueden otear el cielo y saber el tiempo que va a hacer y, a la vez, son incapaces de percatarse del tiempo en el que viven (12: 54-56). Una y otra vez, el ser humano puede tener una cierta sabiduría ocupándose de cosas terrenales y, sin embargo, no darse cuenta de la importancia de dar pasos en el terreno espiritual. Hay gente que se percataría de que ante un contencioso, lo mejor es llegar a un arreglo con la persona que litiga contra él. Sabría que siempre es mejor, como dice el refrán, un mal acuerdo que un buen pleito (12: 57-59). Sin embargo, esa gente que leería un contrato hasta de canto para no pillarse los dedos, que le daría mil vueltas a una compra para no verse perjudicado, que parece incluso anticiparse a cualquier eventualidad ¡ay! esa misma gente no se percata de que ha de tomar una decisión que es la más trascendental de su vida. A ella nos referiremos en la próxima entrega.
CONTINUARÁ