Llama la atención cuando se leen los evangelios de manera atenta, el tono de premura, de urgencia, de necesidad con que se insiste en la toma de la decisión de seguir a Jesús. Si en Mateo, por ejemplo, esa decisión casi aparece desde el momento en que José tiene que aceptar a una María a la que él no ha embarazado o en que los magos se ponen en marcha en busca del recién nacido rey de los judíos y va a estallar en el capítulo 24 en que se anuncia la aniquilación de Jerusalén y de su templo; en Juan, Marcos o Lucas, que ahora estudiamos, contemplamos la misma insistencia. Dios está instando al ser humano a acudir a El y lo hace no para que se ciña un cilicio, se mortifique o adopte una actitud de autocausado castigo. Lo hace para convidarlo a una boda como sucede en esta parábola.
La predicación del Reino es gozosa. Es como una cena a lo grande a la que se invita a muchos (14: 16). Sin embargo, de manera bien reveladora, las excusas para no ir se multiplican. Para algunos, las preocupaciones materiales son más relevantes como aquel que, al comprar una hacienda, encuentro su recorrido mucho más atrayente que el de ir a la cena (14: 18). Para otros, el trabajo resulta de mayor importancia y, desde luego, jamás lo descuidaría para acudir a la invitación (14: 19). Finalmente, no faltan los que consideran que la familia debe ser puesta por delante de todo y, por supuesto, también de aceptar la participación en el banquete (14: 20). Ni las posesiones materiales ni el trabajo ni la familia son malos. Por el contrario, habría que reconocer sus bondades e incluso la manera en que pueden resultar bendiciones que proceden del mismo Dios. Sin embargo, esa situación es así sólo si no obstaculizan acudir al llamamiento del Reino.
No puede sorprender que el señor que convocó a aquella cena se sintiera indignado por los que habían hecho oídos sordos a su invitación. Jesús relata que entonces fueron invitados ya no los que rechazaron inicialmente el convite sino todo tipo de menesterosos de las plazas y calles (14: 21) y, visto que quedaba sitio, incluso acabaron en la casa los que andaban por campos y descampados (14: 23) mientras que los convidados iniciales se quedaron sin disfrutar de aquello que se les brindó primero a ellos (14: 24).
Es imposible no ver en esta parábola una referencia muy directa al pueblo judío. Los profetas llevaban siglos anunciando la celebración de ese gran banquete cósmico y espiritual que estaría vinculado a la llegada del mesías. Pues bien, el tiempo se había cumplido y el Reino había llegado en la persona de Jesús el mesías… pero no había respuesta. Jesús había podido ver cómo, alegando una u otra razón política, sus compatriotas se negaban a la conversión (13: 1 ss); había contemplado cómo aquella higuera que era Israel no había dado fruto sino que era espiritualmente estéril (13: 6-9); había llorado – y, al parecer, no una sola vez – por la Jerusalén que se negaba a escuchar las invitaciones de Dios (13: 31-35). Las puertas de la gran cena se le habían abierto y, mayoritariamente, la respuesta había sido negativa y por razones absolutamente prosaicas como el dinero, la ocupación o la familia. Algún judío ya le había dicho que antes deseaba enterrar a su padre – es decir, esperar a que su padre muriera y fuera enterrado – que ponerse a seguir a Jesús (Mateo 8: 21-22) o pensaba que Jesús era una opción interesante si iba a traducirse en ganancias materiales, algo que Jesús había desmentido señalando que las zorras podían tener cuevas y las aves del cielo nidos, pero que él no tenía ni donde recostar la cabeza (Mateo 8: 18-20).
¿Y entonces? Pues, de manera inesperada, en aquella cena grandiosa habían comenzado a entrar los desechos sociales. Se estaba viendo cómo los odiados – con razón – publicanos como Mateo o las prostitutas tiradas sabían adelantarse en la fila en que deberían haber estado los maestros de la Torah (Mateo 21: 31). Por si fuera poco, incluso los aborrecidos goyim, los gentiles, los paganos, los perdidos por esos campos extraviados del mundo también acabarían entrando a sentarse en el Reino en lugar de los descendientes directos de Abraham si tenían fe (Mateo 8: 10 -12). Sí, drama enorme el de esos judíos a los que se invitó primero y que no paladearían la cena (Lucas 14: 24)… pero no caigamos en el feo vicio de contemplar lo malo hecho por otros sin reparar en nuestras mismas conductas negativas. No menos grande resulta el drama de aquellos que, a día de hoy, se niegan a tomar la decisión de entrar. El dinero, el trabajo, la familia o cosas peores los impulsan a quedarse sin franquear la puerta del convite, sin aceptar la invitación, sin disfrutar de un festín incomparable. Ésa es la puerta al gran fracaso espiritual porque la decisión de seguir a Jesús es urgente y no tomándola o simplemente retrasándola se impiden a si mismos el entrar en el mayor gozo que se pueda imaginar.
CONTINUARÁ